Ray Bradbury, el fabricante de espejos
No hemos llegado a Marte en 1999 como predijo Ray Bradbury, que habría cumplido hoy 100 años, pero su obra abre un universo de reflexiones
La colonización de Marte, los bomberos que queman libros, un mexicano que molesta a unos gringos que cruzaron la frontera para sacar fotos a unas modelos rodeados de un entorno empobrecido, un grupo de amigos que juntan dinero para comprarse un traje y así sentirse especiales cada noche que se lo ponen, un peatón que es cuestionado por ser peatón, un caballero que busca junto con su escudero a un dragón que pasa cada medianoche por un valle y un niño, en un pueblo, que nos cuenta la magia de la niñez en su último verano como tal. Estas son algunas de las historias del maestro Ray Bradbury.
¿Por qué considerarlo maestro si sus lectores no interactuamos vivamente, en un diálogo recíproco? Porque maestro es una persona que, por medio de sus acciones, su música, su pintura, sus lecciones, o escritura nos han marcado el camino en la acción y en la contemplación. En este sentido, la lectura de Bradubry permite encontrar un conjunto de historias “futuristas” que, en realidad, ofrecen una reflexión sobre el presente y la existencia. En uno de sus libros icónicos, Fahrenheit 451, advierte el sentido filosófico-existencial de la lectura: “Los libros son como la guardia pretoriana del César que te dicen al oido ‘recuerda César que eres mortal’”.
En medio de esos relatos aparece una y otra vez esa apariencia de superación y optimismo de la tecnología y la ciencia, para de un modo inesperado recordarnos que somos mortales, a pesar de ese superhombre tecnológico. Y es que sus historias están claramente planificadas para contrarrestar el optimismo cientificista. En una entrevista en 1997, con ocasión de su visita a la feria del libro en Buenos Aires, afirmaba: “A los avances tecnológicos se los contrarresta con la creatividad, con un lápiz y un cuaderno –y a la propia vida–. A la manera de Kazantzakis, creo que Dios grita para que lo salvemos y lo hacemos testimoniando y celebrando nuestra propia existencia”.
Si bien se lo podría catalogar como un romántico, precisamente porque está lejos de ser un defensor del progreso, o de estar elaborando un cántico al cientificismo, en realidad nos encontramos con alguien que ve el peligro de perder la humanidad con la aceleración del tiempo, y la incapacidad de conectar. Es un fabricante de metáforas, como lo han denominado, que advierte la perdida de la imago Dei en favor de una Imago Machinae, y advierte cómo esa nueva imagen en función de la cual se construye la vida humana, en lugar de liberarlo, lo encierra y rompe su contacto con lo real. Un cuento que en su momento parecía una exageración, La pradera, contaba la fascinación que tenían unos niños en representar en sus dispositivos una pradera donde los leones comían unas cebras. Sus padres, al considerar que esto no era razonable, entran en una disputa por el control sobre el uso de la tecnología por parte de los niños… La historia es una historia de terror, y los leones resuelven el problema. Hoy, en la vida real, los niños y los padres siguen sin resolver el tema que en el año 50 parecía inexistente.
Su literatura nos advierte que el desarrollo no podrá nunca abolir la condición humana. Su obra maestra en este aspecto es, quizá, Caleidoscopio. En ella, un grupo de astronautas sufren la ruptura de su nave y son expulsados al espacio, cada uno con una dirección contraria. ¿Qué hacer? Están flotando en el espacio como si fueran unos náufragos, pero sin la esperanza de alcanzar alguna orilla, sino con la certeza de ir como un meteorito a estrellarse contra algo. Sin darnos cuenta la conversación entre los personajes, que han quedado conectados por las radios, se ha vuelto una reflexión sobre el sentido de la vida. Los logros, pero también los engaños, salen a la luz para ver si eso puede mitigar la conciencia de la trágica situación. El personaje principal queda solo de camino a la Tierra: aparece nuevamente la idea del retorno, de que salir hacia afuera solo sirve para poder volverse a ver desde la distancia, pero, a la vez, con la esperanza de que esa vuelta pueda darle sentido. Con cierta maestría poética, Bradbury sella el cuento con una intuición optimista.
La figura literaria de esta historia la encontramos en varios autores del género, y quizás quien mejor la expresó de forma explícita fue Stanislav Lem, en Solaris: “Nos internamos en el cosmos, preparados para todo, es decir, para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo nuestro fervor –por descubrir nuevos mundos– es puro camelo.[…] No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos”.
Bradbury nos ha dejado una larga colección de espejos en los que a simple vista no nos reconocemos, pero, cuando menos lo esperamos, esas historias no hacen otra cosa que estar ilustrando nuestra vida.