¿Y si lo inútil fuera lo más valioso?
Autora: María Clara Bia García
Resumen:
La visión contemporánea del ocio lo subordina al trabajo y a la productividad, pero ¿no será que lo más valioso del ocio es su carencia de utilidad? Se sostiene que la sociedad actual ha mercantilizado el tiempo libre, transformándolo en una extensión del trabajo al generar dinámicas de autoexplotación, como describe Byung-Chul Han. Esto contrasta con la visión aristotélica del ocio, que lo concibe como necesario para la vida humana, dado a que permite momentos de contemplación, lo que lleva a alcanzar la Eudaimonia. Este ensayo reivindica el valor intrínseco de lo “inútil”, como espacio fundamental de la experiencia humana.
Palabras clave: ocio, trabajo, productividad, inutilidad, autoexplotación
Declaración de honestidad académica: “Yo Maria Clara Bia García, asesorada por Ignacio Umpiérrez, declaro ser la única autora del presente ensayo y no haber cometido plagio en su elaboración”.
Este ensayo está siendo escrito en mi tiempo de ocio. Sin embargo, la concepción actual de este término pone en juego si realmente en mi condición de estudiante, vivencio el ocio. De modo recurrente, el ocio tiende a ser entendido en oposición al trabajo. La Real Academia Española define al concepto de ocio, en su primera acepción, como la «cesación del trabajo, inacción o total omisión de la actividad»1. A pesar de que esta definición parezca neutral, conlleva una carga social clave: el ocio como subordinado del trabajo. Esta dependencia refleja una sociedad que ha elevado a la utilidad productiva como máxima virtud. Así es como el trabajo se ha convertido en un fin en sí mismo, mientras que el ocio es otra herramienta sometida a ese sistema. No obstante, en una sociedad donde estas dos actividades coexisten de manera inevitable, ¿no sería lógico que ambas tuvieran la misma valoración?
En las sociedades contemporáneas, dada la búsqueda de una productividad absoluta, muchos individuos se ven atravesados por una sensación perpetua de vacío y agotamiento, independientemente de si cuentan con un empleo formal. Esto deriva de que el valor de toda actividad parece ser medido exclusivamente por su aporte productivo y económico. En este contexto, entendemos que aquello que carezca de dicho aporte, es considerado “inútil”, como contraposición de valioso. Sin embargo, ¿no es lo “inútil”, lo que nos conduce a una genuina felicidad, a un sentimiento de plenitud y paz? ¿Puede lo “inútil” tener un valor inherente, independiente de su función productiva?
La palabra ocio tiene una raíz etimológica en el término latín “ōtĭum”, que se traduce a “descanso”; el antónimo de este término es “negotium”, o sea, negocio. Desde un inicio estos términos, ocio y trabajo (o negocio), son socialmente entendidos como opuestos y codependientes. Sin embargo, no es hasta las sociedades modernas, que se establece una jerarquía entre ellos: el ocio es desvalorizado, mientras que el trabajo es tratado como un pilar fundamental para la sociedad.
Volviendo atrás en el tiempo, en la Grecia Clásica, Aristóteles ofrece una de las visiones más potentes y opuestas a la concepción actual. En su libro “Política”, plantea que «el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo bello»2, lo que implica que la finalidad última de la actividad humana reside en la posibilidad de experimentar y cultivar la contemplación. No le quita relevancia al trabajo como necesario a la sociedad, pero tampoco plantea al ocio como dependiente a él. La visión aristotélica del ocio sugiere que el trabajo sólo adquiere sentido en función del ocio, ya que son precisamente estos momentos de tiempo libre los que le otorgan sentido a la vida y a la actividad humana, al permitir cultivar virtudes y dar lugar a la reflexión que conducen a lo que él define como Eudaimonia. A diferencia de la felicidad entendida como un estado de ánimo transitorio, la Eudaimonia es un estado de florecimiento humano, un vivir bien y pleno que solo puede ser alcanzado a través de una vida virtuosa. Está perspectiva es apoyada, más adelante, por Santo Tomás de Aquino, quien aporta una carga espiritual a la idea a la concepción del ocio como la actividad más elevada del ser humano; como afirma en su libro “Suma Contra los Gentiles”, «el fin último del hombre (…) se llama ―felicidad o ―bienaventuranza” y “la bienaventuranza y felicidad última (…) es el conocer a Dios»3. Así entendemos como la visión religiosa convierte al ocio en un medio para alcanzar el fin último de la existencia. El ocio, en su manifestación más elevada: la contemplación, obtiene su verdadero significado teleológico, llegar a conocer a Dios al acceder a la felicidad. Así, la plenitud y la felicidad no dependen de la utilidad o rendimiento, sino de la capacidad de contemplar y vivir, lo que hoy implicaría abandonar la presión constante de producir.
Con esto no se pretende insinuar que el trabajo no es valioso para la vida humana, históricamente el trabajo ha sido considerado como necesario para la prosperidad y orden de la polis. Artistóteles, quien, como visto previamente, consideraba al ocio por encima del trabajo, igual pensaba que era necesario para la comunidad. Establecía que «de los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello»4, a pesar de que consideraba que lo “bello” era más importante, lo útil no dejaba de ser pertinente.
Retomando el concepto actual de ocio, en la mayoría de los casos, la presión por ser constantemente productivos tiende a ser auto-impuesta. Hemos evolucionado a esta necesidad por producir, a tal punto que, como teoriza Byung Chul Han «La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento»5. Esto quiere decir que ya no se necesita que este imperativo sea inculcado directamente, está tan integrado en nuestro sistema que uno se auto-impone la idea de ser productivos en toda área de la vida. Lo fundamental para esta autoexplotación es que «va acompañada de un sentimiento de libertad»6; la adoctrinación se disfraza como una elección voluntaria, así uno cree que la necesidad de producir, y de ser productivo, es autónoma, como si fuera una aspiración personal. Es por esto que Arendt establece en su libro “La condición humana” que el ser humano se ha convertido en exclusivamente en animal laborans. En su teoría, no se opone al trabajo –la cual define como la actividad de crear objetos duraderos que construyen un mundo humano– sino que condena la primacía del labor –la actividad de mera subsistencia y consumo–, dado a que esto deriva en dejar de lado a las actividades más esenciales para la vida humana, como la acción política y la contemplación. Con esto, se puede argumentar que la razón por la cual este modelo de sociedad es tan efectivo, es ambos, porque la coerción aparenta ser libertad y el tiempo libre se ha manipulado de tal manera que se entiende como una extensión del trabajo. En el espacio donde uno podría dedicarse a actividades que fomentaría el pensamiento crítico, está enfocado en el trabajo, que se ha convertido en una necesidad básica para la supervivencia; así convirtiendo implícitamente al individuo en su propio opresor.
Esta internalización de la precisión productiva no es accidental, se podría argumentar que es un mecanismo del modelo capitalista para asegurarse que el “capital humano” se encuentre siempre en óptima condición y trabaje con máxima eficiencia. El simple hecho de percibirnos como “capital humano” le niega a la persona su valor intrínseco, y este se mide simplemente por su capacidad. Así es como las actividades desempeñadas en nuestro tiempo de ocio, deben justificar su existencia en términos de utilidad. Mientras que la lectura de libros de autoayuda es aplaudida, dado que contribuye al crecimiento personal y profesional, la lectura de novelas románticas, por ejemplo, es descalificada como un pasatiempo vacío, que no aporta a la formación del sujeto.
Frente a esto, es de suma relevancia analizar los mecanismos que derivaron en la mercantilización del ocio, específicamente las redes sociales. Estas adquirieron un rol tan fundamental que se puede argumentar, que se han convertido en un tipo de dispositivo foucaultiano de control. Uno necesita ser reconocido como alguien que “aprovecha” su tiempo libre, y juzga al otro, quien también se expone al mismo escrutinio ajeno, convirtiéndose en un ciclo vicioso de juzgar y ser juzgado, creando y sumando a una cultura de autoexplotación. El ocio deja de ser un espacio autónomo y de disfrute, transformándose en un ámbito donde el individuo internaliza prácticas que lo hacen “mejor” en términos sociales y económicos, actividades que no se realizan porque uno genuinamente las disfruta, sino porque tiene una necesidad de validarse socialmente.
En paralelo, aquellas actividades concebidas como inútiles, pierden valor y carecen de relevancia. Apreciar un atardecer, escuchar música simplemente por la melodía o mirar una película solo por la trama divertida, leer una novela, no porque buscamos mejorarnos, sino tan solo por placer. Cuando uno no sucumbe a la presión, su mente divaga, establece conexiones inesperadas y genera ideas que no podrían haber surgido bajo la imperatividad de la productividad. El arte, la música, y también la filosofía, no tienen una “utilidad”, pero son expresiones fundamentales de la experiencia humana. ¿Es en lo “inútil” donde reside lo verdaderamente humano? Es posible, que en un espacio de ocio que no tenga propósito, el individuo deja de ser “capital humano” y empieza a ser alguien que simplemente siente y existe sin necesidad de un fin. ¿No será que cuando nos percatamos de que nuestro valor es inherente a nuestra persona, que llegamos a ser verdaderamente felices? Cuando somos capaces de realizar actividades simplemente por el hecho de querer hacerlas, las liberamos, cultivamos un crecimiento personal genuino y auténtico.
Así, el ser humano, sería capaz de acercarse al ocio aristotélico; aquel que metafóricamente concibe al reposo como equivalente a la paz, al establecer que el ser humano necesita de tal espacio ya que «es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo»7. Por ende, el ocio es más que meramente la cesación del trabajo, es un estado donde se da lugar la contemplación filosófica, una actividad inherentemente valiosa, un fin en sí mismo.
En este contexto, la inacción se convierte en un acto de liberación, y el reconocer este valor esencial en lo “inútil”, en un acto de resistencia. Como hemos visto, Byung Chul Han ha teorizado que la autoexplotación es la manera más eficaz de mercantilización, por ende, la única manera de romper con esto, es mediante la acción sin productividad, sin “propósito”. La reconquista de lo “inútil” comienza al aprovechar nuestro tiempo de ocio como nuestra voluntad lo disponga, incluso si eso significa “no hacer nada”, y enfrentar al vacío y a la ansiedad que esto provoca. Esta incomodidad, no solo evidencia el daño que la autoexplotación causa, sino que llega a ser necesaria para reconectar con uno mismo. No se trata de dejar de ser productivos al trabajar, sino de ser conscientes de cómo lo hacemos y cómo nos afecta, de lograr crear espacios en nuestra vida para actividades que no tienen una justificación productiva, de saber disfrutar del ocio independientemente del trabajo.
El ocio no nos hace “mejores” en el sentido utilitario del término, simplemente nos hace más humanos. Es encontrarnos en esos momentos en los cuales uno es capaz de disfrutar sin presión, esos momentos pueden ser los que le den sentido a todo lo demás. Podemos afirmar que el ocio tiene un valor intrínseco, distinto al trabajo, y que sólo reconociéndose podremos acceder a una vida plena. Así uno se aleja de esa concepción de “sentido” de la productividad capitalista, acercándose a lo que uno verdaderamente desea, independientemente de si este sentido se ve como la Eudaimonia aristotélica o cualquier otra concepción de una vida significativa. Es un sentido individual y personal, un sentido que no depende de nada más que de la propia vivencia, y al cual se puede llegar si se aprovechan esos espacios de “no hacer nada”. Es en la nada, que nos hallamos a nosotros mismos.
Saber desvincular al ocio del trabajo, y apreciarlos de manera independiente, es una declaración de que el valor del ser humano no depende de la capacidad para producir, depende de nuestra capacidad de ser. Es negar la lógica que nos ha convertido en capital humano, y reafirmar nuestra dignidad inherente. Reconquistar al ocio significa reconquistarnos a nosotros mismos.
1. Real Academia Española, “Ocio,” en Diccionario de la lengua española, 23.ª ed.
2. Aristóteles, Política, trad. Patricio de Azcárate, ed. digital basada en la ed. de Madrid, Espasa Calpe, 1997, (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999), https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/politica–1/html/
3. Tomás de Aquino, Suma Contra los Gentiles. “Capítulo XXV: El fin de toda substancia intelectual es el entender a Dios”, en TomasdeAaquino.org, (2018) https://tomasdeaquino.org/capitulo-xxv-el-fin-de-toda-substancia-intelectual-es-el-entender-dios/.
4. Aristóteles, Política.
5. Byung-Chul Han, Sociedad del Cansancio (2010) Herder: España. (pág. 25)
6. Byung-Chul Han, Sociedad del Cansancio.
7 Aristóteles, Política.
Fuentes y Bibliografía
Aquino, Tomás de. Suma Contra los Gentiles. “Capítulo XXV: El fin de toda substancia intelectual es el entender a Dios”. En TomasdeAquino.org. (2018). https://tomasdeaquino.org/capitulo-xxv-el-fin-de-toda-substancia-intelectual-es-el-entender-dios/.
Aristóteles, Política, trad. Patricio de Azcárate, ed. digital basada en la ed. de Madrid, Espasa Calpe, 1997, (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999), https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/politica–1/html/.
Byung-Chul Han, Sociedad del Cansancio (2010). Herder: España.
Real Academia Española. “Ocio.” En Diccionario de la lengua española. 23.ª ed. https://dle.rae.es/ocio





