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Adiós, pequeño vestido negro

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Fotografía de Sunset Boulevard/Corbis. Medio: Time


Desvanecido ante la magia de la mortalidad, la nariz de Onetti ya no puede oler la primavera y los dedos de ella ya no pueden acariciar la dulzura de sus telas más finas. Solo permanece la famosa inútil sensación de las epopeyas hacia la gloria, olfateando otras ya pasadas, prometiendo alcanzar la intimidad con un octubre futuro.


Una vida entera seducido por el tacto y por la conjugación de emociones que le brindaba una intersección entre la yema de sus dedos. Visualizó en su variedad de herramientas formaciones rocosas emperladas, desiertos áridos, nieve en forma de algodón. Y supo ver un mar tranquilo de terciopelo acompañado de costuras huracanadas. Y las adoraba, las adoraba como quien adora la poligamia.

Sin embargo su mayor placer consistía en verlos andar. Observarlos mutar con la sensualidad de una mujer y personificar figuras de alta clase. Espiarlos mientras crean las reglas de una moral y confirmarle a Nietzsche que los hombres astutos continúan existiendo. Confundirlos  con el sostén de las vasijas griegas más bellas que aún selladas en la parte superior continúan vacías.

Aunque la fugacidad de sus años vivos corresponda al título de una novela como La vida breve, nadie nunca pensará bostezando en los vestidos de Hubert de Givenchy. En realidad, sí abriremos la boca, pero para intentar aspirar un universo tan negro como el vestido de Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s.

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