¡Corre, Bean, corre!
El pecho rendido de un recorrido que atravesó urbes repletas y urbes desiertas. Comenzó a suspirarle al oído su esperanza que, de a poco, iba apaciguándose. Le habló una lengua en roce con un paladar, trancados los fonemas, la vuelta a dos niños pasándose un secreto frente a una maestra con un paso de felino. Fue la primera vez que Pepe Grillo intentó hipnotizar a alguien para que saliera de la ballena.
Unas horas, o unos meses antes, las manos en forma de pocito conmovieron la insensibilidad de un funcionario. Le dio lo que quería por lo poco que tenía: un boleto de ómnibus para encontrar su salida. Casi que al instante, el aleteo de una mariposa en China huracanó ese momento y su sonrisa se desdibujó al ver su boleto pasar. La libertad suele desgarrar.
Debajo de sus suelas mal cocidas hubo, al principio, un cemento que aún le daba firmeza para pensar que lo lograría recuperar. Ese gris veloz pronto se transformó en el plateado de un pedal, y luego fue diluido en el verde de una pradera. Finalizó con el pedregullo de la entrada de un criadero de gallinas, y con su rostro. Rostro de haber perdido la carrera contra un ave incapaz de volar, pero que camufló su boleto entre centenares de espejos.
Querido lector: no deberá confundir un saco y un pantalón de habano con un traje de profundidad azul. Ni una camisa blanca y una corbata roja con un casco que no ha recorrido más que unos pocos pasos. Mr. Bean, personaje de merecido cariño, podría haber sido el dueño de esta odisea, pero lo fue un criador de gallinas en el sur de Holanda. Utilizaba tecnología innovadora, en colaboración con grupos defensores de los derechos de los animales, para ayudar a prevenir la gripe aviar.