Fotografía: Kevin Lamarque (Times)

Con la tierna y misteriosa riqueza de un compás bien conocido, alza una primero. Le sigue la otra que, cortando tajos en el aire, se eleva aún más. Las extremidades del director de una orquesta de cemento sólido dirigen vientos, cuerdas y percusión. Pero si el lector gusta de la franqueza, deberé confesar que, en realidad, dirigen excavadoras, palas y cascos con una eficiencia brutal.

La alegre melodía corresponde a la sonrisa de un cascanueces observando la batalla de los ratones. Colocando la yema de un dedo rubio en lugares estratégicos permite que la Navidad haga su magia y que todos los personajes del ballet respondan a su favor. Una pieza musical complejamente compuesta con intenciones de hacer un estruendo en los oídos del espectador.

Construyendo sus propias tumbas, excavan los cimientos de una fortaleza. Un sueño americano para quienes tienen en las venas la abstinencia de una nicotina que, de vez en cuando, se le llama patriotismo. Las palas vuelan en los aires con cierta gracia, habilitándose el título de bailarinas con empeines cuyas rectitudes amenazan la perfección.

El poder de las manos de Donald Trump comulga con la magia de las de un dirigente de orquesta. Posiblemente remita a un ballet de gracia similar a El Cascanueces, cuyo estreno mundial en 1892 se vivió, casualmente, en San Petersburgo. De todas maneras, no hablemos con guiños a la actualidad, no por ahora.