Fotografía: Mark Makela (New York Times)

No tiene ni la menor idea de hacia dónde se dirige. La alimaña corre, galopa y agita su respiración. El corazón late a más pulsaciones de las que puede resistir, pero parece no interesarle. Una larga lengua colgando y abundante pelo ensopado en libertad.  A pesar de su zarandeo constante parece tener la vista de un ave rapaz. Pone sus ojos en él. Redirige su cuerpo y pone sus objetivos en la víctima.

Ve la boca de incendio acercarse a su nariz y se precipita. De repente se vuelve consciente de la excesiva actividad que emanan todos sus sentidos. A medida que va llegando al venerado sus patas se aflojan. Quiere llegar a la meta con la mayor calidad y puntería posible. No siente más la cola. No siente más el resabio de agua refrescante sobre su cuerpo. Solo sabe que lo está por sentir a él.

Como buen cazador, cuando llega lo rodea. Rojo y amarillo son colores muy llamativos y aunque su iris le permita distinguirlos solo en tonalidades de gris, sigue siendo una presa fácil. Espera a que se distraiga y cuando menos se lo espera comienza su pozo. Lo llena de arena. Patea las partículas para todos lados. La emoción lo domina, no puede resistirse a la necesidad de taparlo.

Cuando mira para atrás se da cuenta de la inmensidad de su obra. Se siente satisfecho y se retira liviano y con elegancia. En febrero del 2016 la calamidad de Atlantic City no fue financiera, fue financiada por un cachorro ansioso. Quién hubiera dicho que un perro paseando por la playa podría convertirse en el nuevo protagonista de la banalidad del mal.