Intercambio: Despedida en la terminal
“Bon sua”. El hombre llevaba un uniforme oscuro, tenía los hombros cuadrados y me miraba a través de sus lentes. Le extendí mi pasaporte y él lo puso a la altura de sus ojos, mientras me escudriñaba y se aseguraba de que yo era la misma de la foto. Dudó. Lo miré expectante, como desafiándolo, a pesar de que era una foto muy vieja, hasta que me lo devolvió. “Merci”.
Era la tercera vez que se subían militares a revisar nuestros documentos desde que nos acercamos a la frontera de Francia, y a todos los pasajeros nos atacaba un repentino nerviosismo, como si fuéramos culpables de algo que nosotros mismos desconocíamos. El único que no se alteraba era un chico de rastas y mucha barba que iba sentado a mi lado. Desde que se había subido al ómnibus en Lyon no había dejado de mirar por la ventana, y todavía lo hacía, a pesar de que ella ya no estaba buscándolo desde el otro lado.
Los había visto llegar de la mano a la estación. Él, hippie, y ella, como sacada de un cuento de hadas, con un vestido amarillo hasta las rodillas y, por debajo, gruesas medias de lana blanca. Llevaba el pelo por los hombros y un chaquetón viejo que, seguro, era de él. Habían estado abrazándose todo el rato y él, al contrario que todos los demás, que queríamos ser los primeros en subir, no había despachado su valija hasta el último momento posible. Entonces la abrazó una vez más y ella lloraba mientras le daba besos en la frente y le acariciaba el pelo. El conductor ya había subido al ómnibus y él no tuvo más remedio que imitarlo. Ocurrió así, como si no tuviera más remedio, como si no hubiera otra cosa que pudiera hacer más que subir a aquel ómnibus que lo llevaría de vuelta a Milán.
A mí no me gustaba viajar del lado de la ventana y siempre lo dejaba libre, y seguro que por eso él eligió sentarse ahí: para mirarla. Ella seguía parada, secándose las lágrimas y buscándolo, pero los vidrios eran negros del otro lado y no lo veía, a pesar de que él la miraba con intensidad, con las manos aferradas a la ventana. El ómnibus arrancó y el salió de ella un momento para mirar alrededor, como desconcertado, como si en realidad fuera a bajarse corriendo de un momento a otro. Se dio cuenta de que yo lo observaba pero no le importó, enseguida volvió a clavar sus ojos en el vestido amarillo que ya se perdía en la distancia y no los sacó de allí en todo el resto del camino.
Incluso me dio pena cuando los militares subieron y le pidieron su pasaporte, porque él se mostró molesto de que lo distrajeran. Al hombre uniformado pareció no importarle en absoluto y no se apuró en corroborar su documento. Yo tenía ganas de decirle “sí, es él, dejalo que vigile la ventana”. Al fin le entregó el pasaporte y volvió de lleno a su actividad.
Me pregunté cuánto tiempo pasarían esta vez sin verse. Esta vez, porque las personas se despiden así solo cuando pasan mucho tiempo separadas, cuando se despiden tan seguido que cada beso en la terminal los desgarra un poquito más. Uno pensaría que es cuestión de costumbre, que despedirse cada vez es más fácil, que el tiempo vuela. Pero no. Despedirse es cada vez más difícil, como si se tratara de la barra de vida de un juego de computadora, que empieza toda verde pero con cada separación se vuelve un poco más roja y el personaje está cada vez más débil. Yo sabía de separaciones y barras rojas. Pero también sabía que con cada reencuentro una franja de la barra volvía a ponerse verse, que era un círculo que no se acababa nunca. Quise decirle que podía calmarse, dormir un poco, que la combinación de distancia y amor es así, pero él no necesitaba que se lo dijera y, además, yo no sabía hablar en francés.
Excelente narración de algo tan habitual y tan único e intransferible.