La Universidad no es una isla. No puede estar ajena a los debates públicos, a las urgentes necesidades sociales, a las controversias sobre la dimensión ética de determinados comportamientos.

Lo que no implica que corporativamente se haga presente como un actor más: se supone que tiene un papel que trasciende la urgencia de lo cotidiano. Aunque en algunas ocasiones deba pronunciarse, como podría ser en el caso de que las cuestiones debatidas constituyeran el ADN de su identidad institucional.

Pero la Universidad no es solo la institución. Está integrada por profesores y alumnos que en primer lugar son ciudadanos que a diario construyen la sociedad en la que habitan. Por tanto, y sin que lo hagan en representación de la Universidad, pueden y muchas veces deben entrar en los debates públicos a título personal, independientemente de pertenecer a una determinada universidad, aunque conscientes de que sus opiniones no deberían contradecir el ideario de la misma si lo tuviera: es una cuestión de lealtad y de coherencia.

De todos modos sus aportes no deberían limitarse a adherir o refutar lo que se discute en determinado momento, sino que deberían centrarse en propuestas superadoras, muchas veces ajenas a la urgencia de lo inmediato. Porque por algo son universitarios, con una mente abierta, universal, capaz de tener en cuenta la historia y al mismo tiempo el futuro que posibilita. En definitiva, tener una creatividad, una originalidad que trascienda la agenda que marcan las opiniones de turno. De este modo, sorteando lo urgente, no perderán de vista lo verdaderamente importante: pensar, para eludir el tropiezo con las mismas piedras que monótonamente repetimos los hombres. Aunque se trate de un desafío que frecuentemente no superemos: al menos lo habremos intentado.