Fotografía: Jasper Doets WPP

Las baldosas de ceniza eran interrumpidas por dos cuerpos de cuero negro que le servían de vehículo. Lo seguían a todos lados y él, contento, los arrastraba con orgullo de quien se viste para una fiesta en la selva. Y con una curvatura tatuada en la boca, emanaba la felicidad y la seguridad de una conquista inminente. Se la imaginaba, a la chica que le gustaba, mirándole las envolturas de coral en las piernas. 

Ese día se había puesto las medias con gloria, las que guardaba en el fondo de su cajón hace tanto tiempo. Las deslizó con cara de haber nacido exactamente hace once años. Aros rojos, blancos y negros, colores radiantes dados por su padre, un búho viejo. Sabía que el elástico le apretaba, y le dividía la pierna, pero le gustaba y se admiraba.

Terminado el camino, llegó al aula donde, por una timidez errante, rara vez hablaba. Las piernas adornadas le temblaban, pero no por nervios, sino por un estiramiento repentino. Cuando se vio alejado del piso, su mano y todo su cuerpo entraron en la ventana de sus ojos. Lo envolvían plumas rosadas, y sentía la aguja de aquellas que todavía estaban naciendo. Y una nariz y una boca disolviéndose en una sola, más larga. Y su cuello cada vez mas lejos de su pecho. Y todos mirándolo, y riendo. Y su confianza desvaneciendo.

Un flamenco con medias de piel de coral no se encuentra tan lejos de la fantasía, porque Horacio Quiroga era, en verdad, un realista. Pero en un mundo lejos de la ficción, Bob visitó un colegio en Julianadrop, Holanda. Les enseñó a los niños sobre la conservación de animales en la isla de Curaçao con la ayuda de la veterinaria Odette Doest.