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Sócrates: la apariencia y la posverdad

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Hace ya dos años que el término posverdad está de moda, o incluso gastado. Quizás porque ya cansados de utilizar giros como: retórica falaz, engaño o mentira buscamos una justificación para hablar de aquello que sabemos que está mal, pero se repite con cierta legitimidad. Esto tiene que ver en parte con algo que puede sonar contra intuitivo: mentir es agotador, y desgasta, decir la verdad es siempre más fácil.


Luego de decir esto, seguramente alguno podrá decir: “Pero… ¿qué es la verdad?”. Podemos hacer esta pregunta de dos maneras. De una forma sincera, o con el tono que normalmente se repite cuando alguien trata de defender el valor de la verdad. Este segundo tono, suele ser el mismo con el que me imagino que Poncio Pilatos cuestionó a Cristo luego de que éste le dijera que Él viene a dar testimonio de la verdad: Quid est veritas?

Ese tono no es el de una pregunta real y sincera, sino que es una pregunta retórica que intenta desautorizar su búsqueda. Es, en última instancia, la afirmación de una derrota: afirma que hemos perdido el interés por saber qué es verdad. Vivimos en las sombras de las palabras. Las palabras abandonaron la referencia a algo que las trasciende y que en última instancia sirva de garantía.

De algún modo, hay un retorno al principio de la historia del pensamiento. Vivimos en relatos que constituyen un mundo más allá de la experiencia y que permiten pensar desde sí  mismos, más allá de las apariencias. No tenemos un código claro con el cual podamos recuperar criterios de verdad, sino que serán los discursos en sí mismos los que se configuran como constructores de realidad. En ese sentido, la coherencia de los relatos es el único criterio de verdad, y todo sujeto ajeno al relato resulta extraño y de alguna manera dañino para el relato.

El mito es atrapante, los héroes allí descriptos son siempre superiores a los experimentables, y por eso amamos a Ulises, por eso seguimos leyendo a Homero. Sin embargo, históricamente fueron los mismos mitos los que nos introdujeron el deseo de salir de ellos mismos. En la historia de la filosofía, se suele decir que en la Teogonía de Hesíodo encontramos el pasaje del mito al logos. Allí se advierte este problema en boca de las musas que inspiran al poeta: “Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad”.

Ahora bien, si se desea abandonar la autoridad de las musas para pensar en qué es lo verdadero, se debe buscar el método. Sócrates le dio su forma básica más interesante con el rol de la pregunta como forma de purificación. Sócrates entiende que la ignorancia es el mayor mal que puede afectar al hombre. Por eso, considera que hay que recuperar la pregunta en su forma genuina: ¿qué es la verdad? La pregunta implica una actitud de asombro, búsqueda y esperanza. La pregunta presupone de algún modo el encontrar una respuesta. Algunos ven en esta presunción el adjudicarse la posesión de la verdad. En el caso de Sócrates implica una esperanza en el mundo y en la capacidad del hombre para realizar esa búsqueda: lo cierto es que se trata de una búsqueda sin término.

Sócrates entiende que la realidad se manifiesta, muestra su apariencia y me permite encontrar una explicación razonable, lo cual no implica una posesión absoluta de la verdad, sino que me exige permanecer en la búsqueda. La realidad se manifiesta, puedo hablar de ella, pero no puedo dejar de preguntarme sobre cómo es, o por qué actuar.

Quizás lo que incomoda de la actitud socrática, y ya en su origen encontramos a alguno de sus discípulos abjurar de la esperanza del maestro, es que uno nunca tiene posesión plena de la verdad, sino que debe renovar sus votos en la búsqueda diaria. No se puede renunciar a la búsqueda de la verdad, ni al ejercicio diario de preguntarle a nuestra experiencia: “¿eres tú lo que parece?”.

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