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Cartas desde la trinchera

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La historia de Carlos Mosto, soldado voluntario en la Guerra de las Malvinas


Carlos Gustavo Mosto tenía 23 años. Acababa de terminar el servicio militar en la Brigada Mecanizada X de La Plata con una prórroga: estudiaba 4º año de Medicina. Era rubio, alto, de ojos verdes y sonrisa fácil. Decidió ir a la guerra como voluntario, en lugar de un recluta de 18 años que pidió quedarse. “Te paso a contar, o mejor dicho a confesar, que yo no tenía que estar aquí. Cuando me presenté ya estaban cubiertos todos los lugares. Pero pedí suplantar a un soldado”, escribió en una carta. “Nunca sentiré odio hacia el inglés, ni hacia ningún hombre de esta tierra. Varios me han pedido charlar, transmitirles esto que llevo dentro”. Hoy, una calle, una escuela y un aula llevan su nombre en Gualeguaychú. Su historia fue publicada en Clarín, en TN, en relatos que van desde reportajes de Jorge Lanata hasta narraciones en carne viva de sus compañeros de pozo en las islas. Es una de las veinte historias del libro Malvinas 20 Años, 20 Héroes, un trabajo de la Biblioteca Soldados del Ejército, que recorre en 360 páginas las historias de veinte hombres caídos en la guerra.

Para hablar de Carlos Mosto habría que tomar aquel poema de Alejandra Pizarnik de solo dos versos: “Un agujero en la noche / súbitamente invadido por un ángel”.

Es que Carlitos era así. Ya hay quienes lo llaman “el ángel de las trincheras”, porque confortó, escuchó, protegió a sus compañeros en medio del infierno. “Es hermoso servir a un hermano. Y ver que en momentos jodidos, todos tienen un Rosario, una virgencita, un crucifijo entre las manos”, escribió desde allá. Pidió a su familia que le enviaran un Evangelio, “muchos me han pedido que se los lea”, contaba en sus cartas. Y así lo hizo. Reunía a algunos en el pozo de zorro (huecos cavados entre el barro y la piedra de las islas para protegerse de los bombardeos), y compartían palabras de vida, helados, sucios, ensopados de lluvia y nieve.

Entonces yo tenía 16 años, él tenía 23. Pero hoy, en este nuevo mes de abril, a 35 años de la guerra de Malvinas, sólo interesa contarles de primera mano hechos reales ocurridos a gente muy real, muy llena de entrega.

“Me está pidiendo algo”
Antes de presentarse en el Regimiento de Infantería Mecanizada X de La Plata, Carlitos (como todos le decíamos) confió algo a su hermana Elsa: “No sé qué es. Pero siento que Dios me está pidiendo algo. Tengo algo acá adentro que me dice que Dios quiere pedirme…”. Y sobre la guerra, agregó: “si tengo que ir y morir allá, que sea Su voluntad”. El 7 de junio de 1982 llamó por teléfono a su familia desde el cuartel de Mody Brook donde estaba: “No pudimos hablar mucho porque estaba debajo de un escritorio, en pleno bombardeo”, recuerda su hermana. Fue la última vez que lo escuchó.

Para Blanca, su madre, “solamente el que va a Malvinas entiende lo que nuestros chicos pasaron”. Ella viajó dos veces, la última en noviembre de 1998. Al regreso, contó: “Nos congelamos. Hacía tanto frío… Eran las 6 de la tarde”. El cementerio de Darwin estaba lleno de flores amarillas y decenas de cruces blancas, alineadas sobre la tierra verde y cruzadas por el viento. “Nuestros hijos están allí para mantener viva la memoria –afirmó esta madre sobreviviente de la guerra-. Cuando entramos al cementerio, sentí que todos nuestros chicos salían a recibirnos, y nos abrazaban”.

Cartas en papel liviano
“Es jueves 15 de abril, llegamos a la tarde a las islas. Previo haber estado unos días preparándonos en La Plata. Estamos en la ciudad Puerto Rivero, ex Stanley. Resulta que el Comandante de donde yo estoy es el jefe de todo el Teatro de Operaciones (TOAS 5) (…). No te das una idea de lo que es esto. Preparativos y más preparativos. Han instalado armas y siguen haciéndolo por todos lados. Vos sabés la lástima que me dio ver a los soldados cavar pozos, con el frío y el viento que hay aquí, aparte de llover por lo menos dos veces al día (…). Los suboficiales que nos tocaron como jefes de grupo son una barbaridad. Nos tratan muy bien”.

Recibí muchas cartas, largas, escritas en el papel liviano de avión que repartía el Ejército. “Muchos tendrían que ver lo que es esto para darse cuenta de la realidad, de lo que significa una guerra, las tensiones, las angustias, la soledad, la amistad, el compañerismo, que gracias a Dios es bastante grande en el grupo que me tocó. Es una experiencia grande y rica, más si la miramos como cristianos (…). Esta mañana es muy linda, hay un hermoso sol y el cielo está limpio, se puede apreciar muy bien el paisaje y la ciudad, realmente es hermoso. Pero el tiempo es muy cambiante, enseguida se puede nublar, llover y al rato puede haber un viento fuertísimo (…). Estamos frente a la iglesia, en donde está el monseñor que lo veo a cada rato, pero no podemos andar afuera. Está prohibido, te llevan preso. Tampoco se puede comprar nada”.

Los isleños no estaban de acuerdo con la recuperación argentina: “Vos sabés que de noche nos tiraban piedras los mismos tipos de aquí. Nunca pudimos localizarlos. Y sé que hay un francotirador cerca de mío”. Entre las tareas que le correspondieron en Puerto Argentino, figuró ser chofer de un jefe militar, cuidar un galpón de provisiones y atender la cafetería. Todo eso, mientras no había acción enemiga. “Aquí lo que se hace es esperar el ataque, se cree que estas 24 o 48 horas son decisivas. Dormimos en pozos. Cada dos o tres soldados, un pozo (…). Me pasó a buscar Lucca, él está aquí al lado arriba de un cerro y baja casi todos los días. Y hoy conseguí para que pueda venir a bañarse, puesto que ellos no pueden bajar a hacerlo. Me dio mucha alegría cuando lo vi, igual que a él (…). Nevó un día, pero dicen que dentro de poquito va a comenzar más. Se nota por el frío. Es cada vez más intenso. Siempre está nublado, llueve, viento”.

Acción heroica bajo fuego
Estudiante de 4to año de Medicina, aprovechó esos conocimientos durante la guerra. Fue destacado por “acciones heroicas” realizadas los días 8, 9 y 10 de mayo: bajo fuego enemigo, rescató a compañeros heridos y los curó a cielo abierto. Este hecho quedó registrado en una carta donde hablaba por encima del tema sin detallar lo que había hecho. Lo supimos más tarde, mucho tiempo después, cuando comenzó a circular un video que filmó el camarógrafo Rotondo con entrevista de Nicolás Kasanzew. También hablaban del hecho sus compañeros. Realizó un reportaje por ello Jorge Lanata. Y en Clarín, el excombatiente Fabián Fellner habló de Carlitos rescatando al soldado Guillermo Díaz Rolón. “¿No tuviste miedo?”, le preguntan en el video de Rotondo filmado en 1982. “No, no, no”, fue la respuesta.

“Rezo por el inglés que voy a enfrentar”
Su última carta data del 1ero de junio. Después, sólo alcanzó a hacer un llamado a su casa el día 7. Por mi parte, recibí un telegrama, pero me guardo lo que decía. En su carta del día 1, sabía lo que pasaría:

“Esto llega al final. Los tipos están a 10 km y se preparan. Nosotros también. Quizás sea la hora en que llegue a conocer la cara de mi hermano enemigo. Nunca sentí odio hacia ellos. Quiero que sepas también que rezo por ese inglés que quizás algún día se encuentre frente a mí (…). Me pregunto por qué, por qué. Sé la respuesta, pero igual. Y sigo rezando para que mis fuerzas no se agoten”.

La preocupación por sus compañeros surgía a cada rato en sus líneas. “Cuando les puedo conseguir algo, cigarrillos, comida, les doy, porque ellos no tienen oportunidad de hacerlo. Yo mucho tampoco, pero les repartimos a los que la están pasando más fea –contaba en una carta del 14 de mayo-. Muchos tendrían que ver lo que es esto para darse cuenta de la realidad, lo que significa una guerra, las tensiones, las angustias, la soledad, la amistad, el compañerismo (…). Desde que vinimos comimos dos veces comida caliente. Y les faltan medios de movilidad (…). Espero que estés rezando más de la cuenta en estos momentos; muchos tal vez den sus vidas por una guerra que no pidieron”. En total, durante la Guerra fallecieron 649 personas. Tras ella, se suicidaron 721 excombatientes.

Estrictamente personal
Nunca puedo ser objetiva cuando hablo o escribo sobre Carlitos. Ni quiero. Trato de despegarme de la historia y contarla desde la vereda de enfrente. Pero no me sale muy bien.

Carlitos estaba lleno de vida, de fuerza, se reía mucho, quería servir. Cuando murió, se hallaba en el cuartel en medio de un bombardeo, preparando café para sus compañeros. Sabía que debía protegerse en un pozo, pero en esos días los bombardeos eran incesantes, daba lo mismo estar en cualquier lado. Dicen sus compañeros que prefirió quedarse allí y preparar café caliente para ellos. Su familia, todos nosotros, no supimos de su muerte sino hasta después, el 21 de junio, cuando un grupo fue a buscarlo a La Plata pensando que llegaría con el resto de los soldados “repatriados” (mala palabra: nunca habían salido de la Patria). Pero Carlitos no estaba.

Uno a uno, vieron bajar del ómnibus (lavados, bien vestidos, limpiados por el Ejército Argentino) a los muchachos que volvían de las islas. “Carlitos murió. ¿No lo sabían? Cayó el 11 de junio. Esta campera era suya: me la había dado porque yo sentía frío”.

No había notificado el Ejército a la familia. Acción continua, avasalladora, sin respiro, sin organización, sin comunicaciones. Caos.

Saber de su muerte fue la puerta abierta a un largo peregrinaje de sus padres en busca de la verdad. Cuándo, dónde, cómo. ¿No estaría herido, amnésico en algún hospital? ¿No seguiría prisionero de guerra? Al final, los testimonios de sus compañeros y del padre Dante Vega, venido desde el sur solamente a contarles a Blanca y Héctor cómo había dado la extremaunción a Carlitos, les trajo la respuesta. El cura, capellán durante la guerra, había tenido la inteligencia de anotar en una libretita nombre y día de cada sacramento final que daba, para poder informar luego a los padres de los soldados muertos.

Entre medio, yo había cumplido 17 años.

Meses después, fueron a Gualeguaychú a hablar con los familiares los dos compañeros que rescataron su cuerpo de los escombros luego de la bomba: Carlos Armayo y José Luis Andino. Y vinieron sus jefes, oficiales del Ejército. Es que todos trataban de suavizar (“Tanto dolor se agrupa en mi costado, / que por doler me duele hasta el aliento”, escribió una vez Miguel Hernández).

“Amor mío -me escribió-: dirás que estoy loco, pero estoy tranquilo. Estoy aquí, luchando junto a mis compañeros. Y por algo que significa mucho para el país. No te imaginás lo que siento al ver flamear la bandera argentina (…). Y rezo por los ingleses: ellos también son nuestros hermanos”.

Mi hermano Fernando escribió una vez: “Carlitos murió por elegir ir a Malvinas y pedir al superior suplantar a un compañero que tenía miedo; y murió por no dejar su puesto de ayuda en medio de un alerta rojo, cuando una bomba de un avión inglés que rodeaba el Monte Kent cayó al lado del ex Cuartel de los Royal Marines, donde él estaba”, preparando café.

Decía Roberto Juarroz que “Más tarde o más temprano / hay que poner la mano sobre el fuego. / (…) tal vez puedan la mano y la llama / resolverse en los átomos ya libres / de una distinta claridad. / O quizá simplemente / calentar un poco más el universo”.

Han pasado 35 años. Su historia es sólo una más de cientos de historias de jóvenes argentinos que dieron su vida por la Patria, hace tan poco tiempo y tanto a la vez. La distancia siempre tiene ese poder reparador: separa la paja y nos deja, casi siempre, el trigo. El calor, la memoria buena.

Este artículo fue publicado originalmente en www.infoner.com.ar , Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina

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