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El Gordo

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Fotografía: Nicolás Barboza

En el decurso de una vida consagrada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica, he divisado o presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado crepúsculo, con ilusoria fuerza de axioma.

Jorge Luis Borges

Ayer, como todos los 19 de junio, fui al cine. Todos los años voy sin falta. Siempre encontré fascinante cómo los espectadores, momentos antes de comenzar la película, se paran y comienzan a cantar el himno. Al “¡sabremos cumplir!” le sigue sentarse a comer pop, tomar Coca y mirar una enorme pantalla durante dos horas. Es una manera bastante particular de proseguir luego de que uno gritó que cumplirá con el deber de su patria. Los orientales combatían en el campo de batalla; hoy le tiramos pop al de en frente.

Esto no implica que no amemos a este país tanto como ellos. Prueba de este amor moderno a la patria es el Gordo. Mi historia con él es especial. La primera y única vez que lo vi estaba sentado dos filas delante de mí un 19 de junio de hace, exactamente, veinte años. Vestido con una camiseta de Uruguay que le quedaba chica, cantaba el himno efusivamente, con la mano en el escudo, mientras abrazaba con su brazo izquierdo al pop como si fuera un termo.

En ese momento vi en él mucho más que ese simple acto patriótico. En el fondo, la esperanza de ver de nuevo aquello que me fue revelado es lo que me arrastra al cine todos los años. ¿Cómo transmitir lo que mis ojos observaron en ese instante que nunca olvidaré? Cualquier descripción que intente abarcar la totalidad de lo que vi no podrá producir otra cosa que vanas supercherías. Enumeraré, de forma sucesiva y ordenada, lo que mis ojos contemplaron en ese momento. Pero advierto que esta enumeración será tan inútil como la finitud de mi memoria y tan imperfecta como las herramientas que el lenguaje me provee para hacerlo. El lenguaje pertenece al terreno de los hombres, lo que yo vi esa tarde de junio, no.

Vi los fines de semana de descuento en el shopping, vi el asado de los domingos, vi el lechón de Navidad, vi al calor trepar por el brazo del asador, vi a unos niños jugar en el polvo a la pelota, vi la torta frita de un viernes de lluvia, vi la mansedumbre del almacenero, vi al feriante en la oscuridad del mercado, vi a la pareja sentada frente a la ruta, vi a la familia comiendo frente a la tele, vi a mi abuela cortar el pan de sándwich, vi el humo de los tallarines empañar los lentes de mi abuelo, vi el sufrimiento de los descuentos, vi esos minutos que duran horas, vi el que canta el himno con pasión cuando juega la selección, vi un pequeño bote despertar a un río, vi la carpa, la caña y el rifle, vi el ocaso en las costas de Rocha, vi a la tristeza del violín de Becho bailar junto a la nostalgia, vi un fuego que unía cuerpos al compás del candombe, vi a la pena del trovador salir por un bandoneón en un bar de San Ramón, vi su avenida vacía e iluminada por la noche, vi las plazas de esos pueblos abandonados por la memoria, vi al ombú intentar escapar de la eternidad a la que fue condenado, vi al hornero perderse en la oscuridad de su nido, vi al frío abrazar al tambero por la mañana, vi el mate que lo acompañaba, vi al paisano preparando al zaino, vi el rebenque, la fusta y el recado, vi el alba en el campo, vi al Gordo, desde todos los puntos, vi en el Gordo a Uruguay, y en Uruguay otra vez al Gordo y en el Gordo a Uruguay, vi  mi cara y el pop que tenía al lado, vi la cara del Gordo y lloré, porque mis ojos habían visto, en un instante, lo que ningún hombre ha mirado: el inconcebible uruguayismo.

Y así, mientras observaba cómo ese infinito de imágenes se revelaba ante mí, sentí comprender aquello que la muerte le niega al hombre, aquello que se esconde en el logos y que es el orden secreto del cosmos, es decir, me sentí fuera de las aguas del tiempo, me sentí eterno.

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