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¿Y quién soy yo para juzgar a un corrupto?

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70H


Parafraseando una conocida respuesta del Papa Francisco, podríamos preguntarnos: ¿Quién soy yo para juzgar a un corrupto? Resulta especialmente oportuna ahora, cuando los casos de corrupción de la vecina orilla que están saliendo a la luz muestran una realidad que supera a la imaginación


La respuesta debería ser: nadie. Yo no puedo juzgar a la persona del corrupto porque tiene una conciencia que es un misterio, un abismo que quizá ni el propio interesado conozca suficientemente. ¿Quién puede decir que conoce los móviles más profundos que dan razón de sus acciones? Por eso las personas creyentes saben que sólo Dios juzga y lo dicen porque están convencidas de que solo Él conoce y penetra los corazones hasta el fondo y es capaz de discernir el grado de responsabilidad que tiene cada uno por su conducta.

Pero lo que sí podemos hacer, y tantas veces debemos hacer, es ─al margen de sus intenciones, que desconocemos─ juzgar las acciones de esa persona, sean malas, incorrectas, aberrantes o perversas. Porque ese juicio nos previene de incurrir en esos comportamientos, sabiendo que nunca podemos sentirnos ajenos a ninguna maldad humana. “Nada de lo humano me es ajeno”, dice el proverbio, por tanto tampoco las miserias, los errores, ni los delitos.

Además tantas veces también debemos juzgar esos comportamientos porque tenemos el deber de denunciar aquellos actos sobre los que si no se dijera nada se correría el riesgo de que acabaran por considerarse normales, y hasta buenos por consuetudinarios.

Claro que no es fácil juzgar las acciones pero no a las personas que las cometen: espontáneamente tendemos a identificar a la persona con lo que hace. Yo mismo he titulado un libro, con frase tomada de Ortega, Somos lo que hacemos, porque me pareció que era un modo de apelar a la responsabilidad de cada uno, y en primerísimo lugar a la mía propia. Pero una cosa es decir “somos lo que hacemos” para que cada uno se haga cargo de la intransferible responsabilidad de su actos y otra muy distinta es decir “él, o ella, es…”. Porque así estaríamos juzgando a la mismísima persona y ¿qué sabemos nosotros de lo que pasó en el fondo de su conciencia en el momento de hacer tal o cual acción? ¿Cómo erigirnos en jueces cuando quienes tienen el oficio de hacerlo solo juzgan como delitos aquellas acciones que están penadas por la ley?

El verbo “ser” es muy fuerte. Y quizá no haya injusticia mayor que cuando lo usamos para cualificar a una persona, para etiquetarla, como si quedara identificada en su totalidad y para siempre por una acción suya; por repetida que pudiera ser, todos podemos cambiar. Más justo parece, y por tanto más humano, que por la incapacidad de conocerla a fondo dejáramos al menos el beneficio de la duda sobre su auténtico modo de ser.

Respetar el misterio, sobre todo el misterio que anida en el corazón humano, resumen de la persona, siempre ha sido el signo de los más inteligentes, de quienes tienen la agudeza y la sutileza propias de aquellos que saben no traspasar los límites que deberíamos respetar, si no queremos dañar esa humanidad que debemos conquistar en cada acción. Y más imperioso se torna cuando precisamente ejercemos esa función inherente a la inteligencia que es juzgar.

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