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Intercambio: Paro general

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117H


Lo primero que pensé es que no tendría que haber llevado mi laptop a clase esa mañana, porque ahora tendría que cargarla


Me bajé del tranvía con un repentino malhumor. El conductor acaba de avisar de que un grupo de jóvenes había tomado Corso di Porta Romana por una huelga general y los vehículos no podían avanzar por esa calle. Al menos, eso fue lo que pude decodificar; el hombre nos apuraba a bajar y no parecía tener ninguna intención de traducir su mensaje al inglés.

Lo segundo que pensé fue que creía que esas cosas solo pasaban en Uruguay. Me sorprendió que hubiera una huelga justo en el mismo momento en que en Montevideo habían anunciado que las calles estaban cortadas por reclamos de seguridad. Lo sabía porque todos mis amigos de Facebook se habían encargado de mostrar su opinión al respecto. A mí me parecía bien que la gente protestara por su causa, pero me parecía reprobable la actitud de creer que su causa era razón suficiente para perjudicar el día de todos los demás ciudadanos, cuya única culpa era necesitar transitar por esa calle.

Mientras pensaba en esto, caminaba más rápido que de costumbre, intentando entrar en calor, pero las manos se me congelaban incluso adentro de los bolsillos. Cuando me detuve en el semáforo, dando saltitos para soportar el frío, vi al hombre del acordeón. Estaba, como todos los días, sentado en la vereda de en frente. Tenía el pelo oscuro, pero era difícil diferenciar entre su color natural y la mugre que llevaba encima. Lucía el ceño atravesado por gruesos surcos marcados por la pobreza y el tiempo, y tocaba su instrumento sin mirar a nadie, con los ojos perdidos, como si estuviera más allá de todo. A su lado dormían un perro roñoso, una lata alimentada apenas por un par de monedas y un cartel en el que solo se leía “ho fame”. Por supuesto que tenía hambre. Y seguro que también tenía frío.

La marea de gente empezó a cruzar la calle, a pesar de que el dibujo de la persona caminando seguía en rojo. Yo no paraba de mirar las manos del hombre del acordeón, que se movían de manera mecánica, automática, una y otra vez, desprendiendo sonidos. Él no se fijó en mí. No se fijó en nadie. La lata no hizo ruido. Nadie le arrojó ningún euro. Por fin la señal me habilitó a cruzar y empecé a alejarme de él. Me faltaban unas pocas cuadras para llegar a casa y sentía cómo la mochila ya no me pesaba tanto y el frío había dejado de morderme las piernas. La calle estaba cortada. Algunas personas estaban quejándose. A mí nada de eso me parecía bien. Y qué. Lo último que pensé antes de llegar a casa fue que si yo fuera el hombre del acordeón, no me importaría perturbar a la ciudadanía y cortaría mil calles por mi causa. Pero yo ahora giraba la llave en la puerta de mi apartamento, que estaba caliente y limpio, mientras que él tenía hambre y frío y seguía haciendo sonar su acordeón, sin mirar a nadie, con los ojos perdidos, como si estuviera más allá de todo.

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