Intercambio: Una bienvenida poco calurosa
Los veintitrés kilos de mi valija cayeron con fuerza sobre la punta del dedo gordo de mi pie izquierdo. Sin detenerme a quejarme, me apuré a sacar el resto de mi equipaje del tranvía 9, que me había dejado en Viale Bligny en esa calurosa tarde de principios de setiembre.
En la frágil seguridad de la calle, me permití una mueca de dolor. El sobrepeso se rió de mí de la misma forma burlona en la que la azafata me permitió llevarlo sin pagar una tasa extra. Con empeño, seguí arrastrando las valijas buscando el número de puerta cuarenta y dos, pero la pereza, que me hizo saltearme los ejercicios de brazos en el gimnasio, ahora me obligaba a frenar a descansar cada media cuadra. Sudando, llegué a mi destino, en donde una mujer bajita y de piel oscura me interrogó con grandes ojos negros.
-¿Are you Carolina? -le pregunté.
-Sí, mija, pero hablo español- me respondió, exhibiendo su sonrisa amarillenta-. Ven por aquí.
Carolina me guió hacia el patio interno de un edificio en donde las paredes acusaban la mugre y el descuido, y el olor a guiso podrido salía por todas las ventanas. Carritos de bebé desocupados se alineaban, desprolijos, al lado de la escalera, y un conjunto de papeleras de metal, sepultado por montañas de cartón y plástico, pedía a gritos un poco de misericordia. No obstante, la mujer no me dio mucho tiempo a contemplar el panorama, ya que interrumpió mis oscuras ideas con una frase aún más desoladora:
-Es en el piso ocho, pero no hay ascensor-. Dicho esto, se perdió escaleras arriba mientras yo, al borde del llanto, miraba mis bolsos. Con una fuerza antes desconocida para mí, y veinte minutos después, logré vislumbrar el número ocho pintarrajeado sobre una pared descascarada al costado de la escalera. Carolina me esperaba mirando su reloj y dando tenues golpecitos en el suelo.
-Pasa, pasa –me animó, a la vez que hacía girar la llave sobre el pestillo de una puerta. Delante de mí, se presentó el monoambiente que sería mi casa durante el próximo mes. A la vista del lugar, tres veces más chico de lo que parecía en las fotos, sin horno y con una ventana directa al patio interno de la especie de favela en la que estaba inserto, los mil dólares que había pagado por él lloraban de dolor.
– ¿Te piace? Bienvenida a Milán– afirmó la mujer antes de dejarme sola en mi nuevo, minúsculo y deprimente hogar.
Buenísimo !!
Atrapante, divertido y fácil de lee 🙂