Fotografía: Esa Ylijaasko (World Press Photo)

Amigos los niños, enemigos sus padres. Se han vuelto productos publicitarios que cargan la información transmitida por sus creencias culturales y familiares tan solo una década antes de aquel momento. Estrecho y firme el brazo dominante. Lo imita una boca que, en el fondo, quiere liberarse de esa forma enrejada. Los ojos se mantienen tercos para no asustarse con el bum clack del impacto por venir. 

La víctima inocente “empomula” sus mejillas tiernas. No comprende el terror de un misterio incierto, el de la otra vida, pero estima que la solución no puede ser agradable. La garganta dura de nudos irracionales, que por alguna razón son también racionales. El frío de una bala que todavía no lo despeina, pero próximamente se convertirá en el peor tipo de higiene.

Las sombras circunstanciales ocultas detrás del suceso. No quieren ser cómplices de la pérdida de inocencia repentina, del fin de una niñez bendecida. Se esconden y le piden al lente periodístico la invisibilidad, deseando no ser parte de una fotografía inmortal. Se abrazan con la fuerza y la fugacidad del aire temiendo aquel momento.

De todas maneras, no debe preocuparse, señor lector. El arma es de juguete y los niños juegan en Estambul durante la primavera del 2015. Pertenecen a una comunidad de refugiados sirios que disfrutan de su nuevo hogar lejos de la guerra civil. Pero por alguna razón, señor lector, usted creyó la anterior historia con horror. Queda ya en usted, y no en el escritor, dialogar con los porqué.