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La generación antirrevolucionaria

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El panorama político de los últimos diez años no ha estado exento de polémica. Situaciones como las crisis alimentarias, el auge indiscutido de la post-verdad, conflictos armados, el aumento de la depresión y las altas tasas de suicidio en los jóvenes, son signos de nuestro tiempo. En los sucesos recientes, el mundo estuvo a muy poco de un conflicto armado entre Estados Unidos y Corea del Norte, sin embargo, a nadie pareció importarle demasiado esta situación.


Este tipo de eventos, en cualquier otro contexto histórico, habrían generado una revolución. Hoy, a mediados del año 2018, no hay casi ningún tipo de movimiento organizado en contra de ninguna de las cuestiones anteriormente nombradas, y los movimientos que sí surgieron, fallaron en reclutar adeptos. Tampoco ha nacido ninguna respuesta social totalmente definida, como los hippies en la década del sesenta, por ejemplo. Incluso Lipovetsky, plantea a esta década como “la última manifestación de la ofensiva lanzada contra los valores puritanos y utilitaristas, el último movimiento de revuelta cultural” (1986: p.106).

La mayoría de la sociedad parece haber decidido desentenderse de un mundo que le resulta muy aterrador, muy complicado. Ante esto, hay una pregunta que surge naturalmente. ¿Por qué existe esta falta de involucramiento, esta falta de revolución?

Una de las muchas respuestas a esta pregunta podemos encontrarla en la ciencia, y más concretamente en los avances científico/tecnológicos. A pesar de que es innegable que estos avances han simplificado nuestra vida en muchos aspectos, sería igual de necio negar que tienen efectos secundarios, por ejemplo, en nuestra capacidad de atención y concentración. Un estudio elaborado en Canadá en 2015 demostró que nuestra capacidad de atención bajó de 12 segundos a 8 en solamente 15 años. El autor del artículo, Greg Foot, argumenta que una causa de este fenómeno es el llamado multi-tasking, en definitiva, tener la posibilidad de hacer muchas cosas al mismo tiempo, irónicamente, parece estar destrozando nuestra productividad.

Nuestra capacidad de discernir también está siendo gravemente afectada. En los medios se pone todo en un mismo plano. Desde tratados de libre comercio hasta asesinatos pasando por partidos de fútbol y cirugías estéticas o peinados del famoso de turno. ¿Esto que consecuencia tiene sobre nosotros, los consumidores? La respuesta es simple: normalizamos. Normalizamos lo que tendría que escandalizarnos, lo que, en cualquier otro momento histórico, nos haría crear movimientos organizados que demanden respuestas, que pongan constantemente en jaque a la autoridad.

Otro de los factores que afectan nuestra capacidad crítica, y por lo tanto la calidad de nuestro rol como ciudadanos, es la sobre-estimulación de información a la cual estamos expuestos constantemente.

En un estudio de psicólogos de Princeton y Stanford, llamado: “On the Pursuit and Misuse of Useless Information”, se presenta la siguiente situación: primero, se dividieron a los participantes en dos grupos, y a cada grupo se lo presentó con una situación. Al grupo 1, se le pidió suponer que eran trabajadores de banco y debían decidir si darle o no un préstamo a un joven recién graduado con un trabajo bien pagado y estable y un historial de crédito sólido. Sin embargo, durante el chequeo se descubre que durante los últimos tres meses el joven no ha pagado una deuda de 5.000 dólares a su cuenta. Al segundo grupo se le presentó la misma situación, pero se les dijo que no se sabía si la deuda era de 5.000 o 25.000 dólares. Los participantes de este grupo podían decidir inmediatamente (por sí o por no) o solicitar más información, para clarificar la situación exacta de la deuda y luego decidir si le daban o no el préstamo. Al decidir que querían más información, los investigadores les comentaban que la deuda era, de hecho, de 5.000 dólares.

Los resultados fueron totalmente inesperados. El 71% de los participantes del grupo 1, rechazaron al aplicante, pero del grupo 2, el 75% decidió esperar para saber la situación de la deuda, y cuando  se les informó del monto de la deuda, el 21% de los participantes lo rechazó. ¿Cómo puede darse una diferencia tan drástica (en cifras totales, el 29% del grupo 1 aprueba al aplicante mientras que el 56% del grupo 2 lo aprueba) si los dos grupos tenían la misma información? La respuesta es que, por razones evolutivas, a la información faltante le damos una mayor importancia. En nuestras épocas más primitivas, el poder averiguar una información faltante, como si lo que se movía detrás de un arbusto era un tigre o una comadreja, era un dato crucial que podía significar la diferencia entre vida y muerte. Hoy, esta conducta se arrastra hasta una sociedad que ya no tiene ese tipo de necesidades. Es así que los participantes del grupo 2 se sintieron aliviados de que el aplicante “solo” debía 5.000 dólares, y no valoraron tanto el hecho de que haya estado debiendo dinero por tres meses.

Este estudio demuestra le existencia de un aspecto de la problemática en cuestión. Estamos constantemente priorizando lo que no tenemos. ¿Hubo una matanza de manifestantes en Venezuela? Bueno, ¿pero cuándo fue? ¿Cómo se produjo el conflicto? ¿Cuántos heridos hubo? En vez de protestar y ser crítico de la premisa (en este caso la afirmación “Hubo una matanza de manifestantes en Venezuela”) estamos constantemente intentado rellenar los espacios en la historia, cuando estos, a pesar de que puedan ser importantes, no tendrían que ser necesarios para provocar crítica, ya que la mera premisa debería generarla.

De esta manera es que quedamos en un penoso estado de inacción, inmovilizados por la supuesta falta de información, dentro del mar de datos en el cual nos manejamos, y cuando ya nos sentimos listos para actuar, sale otra fuente con más información que contradice la que nosotros tomábamos por verdadera. Dentro de esta línea de pensamiento, el sociólogo y filósofo Giovanni Sartori afirma en su libro, “Homo videns: la sociedad teledirigida”, que “la televisión, a diferencia de los instrumentos de comunicación que la han precedido (hasta la radio), destruye más saber y más entendimiento del que transmite.” (1997, p.2.) Este efecto que plantea Sartori, se ve amplificado por la llegada de los mass media que desinforman incluso más que la televisión, debido a los formatos y exigencias por los cuales se rigen.

Aquí se presenta una aparente paradoja, ¿no tendríamos que indignarnos más por una situación atroz, cuando conocemos los detalles de esta? El estudio anteriormente nombrado afirma que una búsqueda activa de la información tiene el potencial de cambiar radicalmente nuestros actos, aunque la situación a tener en cuenta no cambie en absoluto. ¿Pero podría ser, que este cambio en el curso de acción no sea tal, sino más bien un cambio de la acción a la inacción? Está claro que tener más datos, no implica necesariamente tomar mejores decisiones, y esto se aplica para nuestra investigación. Los individuos que sí son críticos generalmente se sienten involucrados ya desde el punto en el cual se encuentran con la situación. Siguiendo con el mismo ejemplo, el individuo crítico que lee: “Hubo una matanza de manifestantes en Venezuela” se indigna, se siente herido en el mismo momento en el que termina la frase, y luego indaga para informarse más, pero ya sabe que tiene que actuar al respecto. En cambio, el individuo acrítico cuando lee la misma premisa, más que odio siente una especie de curiosidad, y luego indaga pero sin ningún afán de participar en cambiar la situación. Es así que los detalles, por atroces que sean, no pueden generar por sí mismos una acción crítica/revolucionaria.

Otro avance científico que impide las revoluciones exitosas, son las redes sociales. Este es un punto un poco controversial por una razón en particular: que las redes sociales parecen tener mucho potencial como herramientas de comunicación, tan necesarias para poder crear movimientos críticos organizados (el mismo Twitter fue creado como herramienta para intentar derrocar regímenes autoritarios). En este sentido, nos vemos en una situación similar a la anterior. A pesar de que las redes sociales pueden ser herramientas organizativas y de comunicación muy importantes, también traen consigo a los ‘falsos activistas’, personas que por usar determinado “Hashtag” ya se consideran personas críticas y comprometidas. Aquí entra en juego el pensamiento de la psicóloga y filósofa Sherry Turkle. Ella plantea que “los dispositivos, que todos llevamos en el bolsillo, tienen tanta fuerza psicológica que no solo cambian lo que hacemos, sino que cambian lo que somos” (2012, Charla Ted, “Alone Together”), lo que la autora explica, es que mediante estos dispositivos tan potentes, el individuo intenta matar constantemente su soledad, porque no puede soportar estar solo, y esto banaliza las relaciones con otros individuos, y también con grupos y movimientos sociales. Por lo tanto estos dispositivos no solo tienen la capacidad de cambiar las acciones del individuo, sino de cambiar al individuo mismo. Incluso la autora llega a afirmar que “la gente siente empatía fingida como si fuera algo real”, planteando que, en nuestro caso, estos ‘falsos activistas’ ni siquiera son conscientes de su situación, lo cual la hace –a la situación- incluso más grave. La incidencia de este grupo de personas puede parecer mínima a priori pero no hay que desestimarla, hay muchos individuos que se comportan de esta manera, y si la organización social o la revolución no tiene líderes definidos, muchas personas que estén por fuera de toda la situación pueden llegar a confundir al verdadero movimiento, con estos ‘falsos activistas’, lo que puede tener consecuencias devastadoras para la credibilidad de la organización (un ejemplo muy común de esta confusión podría encontrarse dentro del movimiento feminista actual, donde muchas personas desestiman la lucha por ‘falsas activistas’ que dañan la imagen del grupo). En síntesis, como en el punto anterior, las redes sociales pueden ser una gran herramienta para individuos ya comprometidos, pero no es muy buena para crear integrantes reales del movimiento.

Este punto se relaciona con una de las claves para que un movimiento social/revolucionario organizado funcione: el constante “reclutamiento” de nuevos miembros. Y aquí llegamos a nuestro último punto: el individualismo. Esta es una característica que está en el aire; todos la sentimos pero muchas veces no podemos aprehenderla, o incluso cerciorarnos de qué es lo que realmente significa. El individualismo definido como la supremacía del “yo” por sobre todo lo que rodea al individuo, parece ser un rasgo definitorio del hombre promedio. Esto genera que a pesar de la globalización, y los canales disponibles para el flujo de información, la persona promedio permanece inmutable, en un estado de entumecimiento que no le permite preocuparse más allá de ella misma o de su círculo cercano. “En la sociedad posmoderna no hay lugar para la revolución, ni para fuertes compromisos políticos, la sociedad es como es y la idea de cambiar radicalmente a la misma, no se le ocurre a nadie” (Obiols, 2018, p. 61-63). Esta frase, de Obiols comentando el pensamiento de Lipovetsky, resume a la perfección la situación actual. El estado de la sociedad se toma como un axioma, que no solo no tiene sentido cambiar, sino que es totalmente inmutable y por lo tanto está más allá de todo cuestionamiento, de toda crítica. Una de las causas de esta situación, para el antropólogo Marc Augé, es la “sobremodernidad”, término acuñado por él mismo, que explica a la sociedad contemporánea como saturada de excesos, de sensaciones. Totalmente entumecida por un éxtasis continuo. Este comportamiento (el individualismo) tiene, sin embargo, una función esencial para la preservación de la vida. Uno simplemente no puede preocuparse por cada persona que sufre o muere en el mundo porque si no sería imposible vivir.  Ante este escenario, una pregunta posible sería: ¿hasta qué punto puede uno preocuparse por las crueldades del mundo? Esta pregunta no tiene una respuesta fija ya que depende del compromiso individual que cada uno esté dispuesto a asumir.

En conclusión, los avances tecnológicos/científicos han sido un factor causante de esta generación anti-revolucionaria. A pesar de esto, la carga de culpa la debería llevar la sociedad y no tanto la ciencia, ya que esta última se nutre constantemente de las debilidades de la primera y no sería realista esperar que un científico haga la labor de filósofo antes de crear algo nuevo. Ante este escenario, creo que debería rescatarse el cuestionamiento, pero no la pregunta estéril, sino la filosofía como la entendía Marx, teniendo como fin no solo pensar el mundo, sino poder transformarlo. Esta revolución, tan necesaria, debe empezar por las actitudes cotidianas de individuos normales. Si no, no empezará.

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BIBLIOGRAFÍA

LIPOVETSKY, Gilles. La era del vacío. Barcelona, Anagrama, 1986.
FOOT, Greg. 29/2/16. ¿Por qué hemos perdido cuatro segundos de capacidad de atención en 15 años? https://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/02/160229_tecnologia_concentracion_distraccion_atencion_mz
BASTARDI, Anthony, SHAFIR, Eldar. On the Pursuit and Misuse of Useless Information, Stanford-Princeton, Journal of Personality and Social Psychology, 1998.
TURKLE, Sherry. Juntos en solitario (Alone Together) – Transcripción parcial de los subtítulos en castellano de su charla TED, febrero 2012. http://www.ted.com/talks/sherry_turkle_alone_together_.html
OBIOLS, G. – DI SEGNI, S. Adolescencia, Posmodernidad y Escuela secundaria. Buenos Aires, Ed. Novedades Educativas, 2008.
ESPINOSA, Ana Sandra, FARAL, Jorge, MEDINA, Gregorio, Atrévete a pensar,  Montevideo, Ed. Contexto, Primera Reimpresión febrero 2016.
DESPEYROUX, Denise, El arte de vivir con filosofía, Barcelona, Ed. Oceano, 2013.

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