Mediotanque
Volví a mi casa. Salvo por algunas construcciones nuevas, todo seguía igual en la pequeña ciudad que ya no era tan pequeña.
Llegué por la mañana, y esperé en el living a que fuera una hora razonable para visitar a mis amigos. Mis padres dormían. Los gatos hacían de cuenta que no habían notado mi presencia. En ese lapso de cuatro o cinco horas, hice lo que siempre hago cuando vuelvo: abrí las puertas del mueble principal, como si fuera a encontrar otra cosa que no fueran facturas de una empresa de servicio de acompañantes y el juego de té que solo ve la luz cuando hay visita. Quise respetar el orden natural de la casa, entonces preparé un mate y subí el volumen de la radio, que las 24 horas del día sintoniza Radio Uruguay. Siempre me llamó la atención el informativista. Hay algo en su voz que da tranquilidad. No importa si está hablando de la inflación o de la muerte, escucharlo es un consuelo.
A las 3 salí al encuentro de mis amigos. No los extraño hasta que los veo y me doy cuenta de cuánto los extraño. Volví a casa en un ómnibus que no tomaba desde principio de siglo. Busqué en el celular algo acorde para escuchar en el momento. El camino era corto, por lo que no podía entretenerme demasiado con la pantalla. Sin embargo, me acordé de un estudio que había leído en internet (más bien leí el titular, no el estudio) que decía que la cabeza de uno está configurada para bajarse donde tiene que bajarse, aunque esté distraído o aunque se duerma. El estudio era sobre las personas que tomaban el Subway de Nueva York, pero perfectamente podía aplicar para los cerebros del Línea 7 Barrio Saladero.
Encontré “El tiempo está después”. Le di play, me recosté en el asiento y vi pasar mi parada. Ocho años tomando el mismo ómnibus no dejó ninguna huella importante en mi memoria, o aquel estudio era mentira, o solo valía para los que usaban el Subway. Probablemente lo primero. Una vez que había encontrado la canción, no me apresuré a bajarme. Sabía que ese ómnibus daba una vuelta y volvía a dejarme cerca de casa. Me dediqué a mirar por la ventanilla: la cancha de fútbol, el mediotanque del almacén, el frigorífico, el descampado donde encontré a la perra que hoy custodia la casa de mis padres. El Río Uruguay.
Volví a llegar a casa. Mi madre hacía una cortina en la máquina de coser. Mi padre miraba el informativo y tomaba whisky. Agarré uno de los libros de cuentos que tenía en la valija y leí: “No podría separarme de las puertas del porche, las que yo reparé y pinté, no puedo divorciarme de la sinuosa pared de ladrillos que levanté entre la puerta lateral y el rosal; y así, aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el día de mi muerte”.
Muy bueno! Aunque no conozca en la vida real me fui de viaje a salto por unos segundos. Hay buen montaje en esta escritura. Bien ahí.