Fotografía: Ramón Espinosa (AP)

Lo más grave de la enfermedad comienza cuando el paciente dice que no está loco. Quién no lo ve, siempre corre peligro de estarlo. Ha desarrollado manías muy particulares, trascendiendo los límites de la propia creatividad. Se ha rodeado de frascos, y al no encontrar corchos idénticos para cada uno de ellos, ha manejado una solución muy interesante.

Dice haber escuchado la carcajada, no de Dios, sino de la trinidad. Se ganó su simpatía con su idea y lo más probable es que ascienda al cielo, por prestarles una sonrisa. Pero luego toma lo que es suyo, y con la boca curvada coloca sus tapones mientras tararea una canción cubana.

Ve reflejada la calma de sus ojos azules en los vidrios de sus amigos eternos, esos tan frágiles y fieles. Nota las arrugas que el tiempo le ha dado, especialmente aquellas en la frente, que lo hacen parecer un viejo sabio como siempre ha querido. Desliza la yema de un solo dedo a lo largo de su cara, y luego lo hace con uno de sus frascos. Ellos no han envejecido, solo alguna que otra montañita de polvo.

Señor lector, permítame aclarar que en Cuba comunista, este hombre es, en realidad, muy ingenioso. Allá, el uso cotidiano de condones se debe a sus precios bajos. Los niños los utilizan en los cumpleaños para hacer globos, las mujeres para sujetar sus peinados, los jóvenes los trafican a boliches rellenos de ron. Los pescadores los usan como flotadores, los conductores lubrican sus Chevys viejos y los productores de vino los colocan sobre los grandes frascos sobre los que fermenta el líquido. Uno inflado significa que la mezcla sigue generando dióxido de carbono.