Tan cerca, tan lejos
El viaje comenzó en San Jacinto y Toto nos esperaba allí, de brazos abiertos. La camioneta, su herramienta de trabajo, era igual de robusta que él. Sin embargo, desde un primer momento el encuentro fue de lo más ameno.
No pasaron más de diez minutos y nos encontramos viajando en medio de una enorme llanura verde por un angosto y sinuoso camino de tierra, uno de esos que solo el buen conocedor sabe recorrer sin dificultades. “Les voy a hacer un tour por el pueblo”, dijo Toto. Y todo comenzó a moverse armoniosamente a merced de mi fascinación por el lugar.
El pueblo de Tapia era bastante distinto a como lo imaginé. Unas veinte pequeñas cuadras asfaltadas estructuraban al pueblo. Las cosas parecían estar atascadas en el tiempo: era como el set de una película.
Al momento de la llegada, estaba terminando de caer la tarde y había sido un día excesivamente caluroso y húmedo. La tormenta era inminente, pero todavía no llovía. La película recién comenzaba y fue en ese momento que alguien parecía estar obrando en función de una regla compositiva de imagen: el cielo nos regalaba un increíble espectáculo, todo se teñía lentamente de matices de rosa y violeta. La iluminación no era lo único digno de sorprendernos porque el contraste con las fachadas brillantes de los hogares hizo la experiencia aún más asombrosa. Y, a medida que más nos adentrábamos en el pueblo, el timing de lo que acontecía era perfecto. No había quien no nos esbozara una sonrisa y, cuando creíamos haberlo visto todo, aparecieron las vacas. Se cruzaron en nuestro camino y Toto tuvo que tocarles bocina. La atmósfera era –literal y metafóricamente- tan cálida que era imposible no sentirse parte.
“Esto es Tapia –dijo Toto- Un pueblo de primera. Si le ponés segunda, no lo ves”. Y así era. Chiquito, pero había algo allí que lo hacía especial.
Como si la escena no pudiese ser mejor, el cartel de cemento y letras blancas –al mejor estilo Hollywood Sign- decía “Tapia”, solo que este no estaba en lo alto de una colina, ni ante la vista de millones de personas: estaba en el jardín de una casa y, no cualquiera. La del primo de Toto.
Mientras fuera de la camioneta todos parecían cumplir su función en esta película que nos estaban contando, entre risas y anécdotas nos detuvimos a comprar pan antes de partir rumbo a la casa de Toto, que quedaba un poco más lejos que el pueblo. Fijé la mirada fuera, en la colorida cortina de hule del almacén que se bamboleaba y, todo era tan remoto y distante de mi realidad que no podía salir de la extrañeza.
Eso que no estábamos a más de setenta kilómetros de la capital.
“Está más cerca que Punta del Este”, pensé. Y, sin embargo ¿cuántas personas conocerán Tapia? O mejor dicho, ¿quiénes se habrán tomado la molestia de conocerlo? Porque hasta ese día, al menos para mí, era uno más de esos parajes que acostumbramos a pasar de largo.
Hubiese querido que la película que vimos nosotros allí durase más tiempo. Supongo que la magia de este pueblo también reina en muchos otros. Si hay algo que me llevo es la enseñanza de que basta con mirar un poco más allá de la costa y el ruido de la ciudad, para ver otra película.
Estoy casi cien por ciento segura que en otro pueblito como Tapia hay alguien atentamente esperando con los brazos abiertos, para darle play a otro filme. Justo como lo hicieron con nosotros.
buenisimo!!!