“Con permiso”: Vilardebó
Hoy se estrena “Con permiso”: las crónicas de las visitas de Faustina Bartaburu al interior de lugares conocidos por fuera, pero poco explorados en su interior
Pasar la puerta del Hospital Vilardebó es salir de un exterior a otro exterior. Sin embargo, son varios los funcionarios- en su mayoría vestidos de blanco- que eligen estar del otro lado de la reja, con vistas a Millán. Pasadas las 15 horas un señor encorvado con pantalón y delantal blanco y un distintivo pañuelo rojo atado al cuello es el primero que traspasa la puerta hacia el exterior. No es médico, por su vestimenta podría ser carnicero. Se ubica frente a la cebra, espera a que los autos frenen y cruza hacia la acera en la que se encuentra una fábrica de cajas de cartón y un service de autos, además de varios quioscos y casas particulares.
Un enfermero sale, enciende un cigarrillo, camina unos pasos hacia la calle y ve pasar autos mientras deja caer cenizas al suelo. A los pocos metros, otro hombre que acaba de salir del hospital completamente vestido de negro, se sienta en la vereda, apoya su cabeza contra las rodillas y la cubre con sus brazos. El enfermero lo mira y vuelve a mirar los autos pasar. Tres mujeres de edad mayor entran cargando bolsas con algo de ropa, leche y refrescos. En la puerta, se cruzan con otras dos que van en sentido opuesto, una de ellas con un bebé en brazos.
El enfermero arroja su cigarrillo a la calle y vuelve a ingresar. Ya es la segunda ambulancia que entra en poco más de 20 minutos. En el ínterin también llegó un móvil policial con tres agentes y un hombre muy despeinado. Varias mujeres más, también con bolsas en la mano, entran a lo que en sus comienzos fue el “manicomio nacional”. El hombre vestido de negro se para y vuelve a caminar hacia la puerta. Es el único que se anima a mirarme fijo y con cierta desconfianza en el rato que permanezco afuera del Hospital antes de probar suerte en la entrada.
La reja está tapada de pancartas con reclamos a Asse pero deja entrever la conocida escalinata que ahora está vacía. Banderas grandes a favor de la diversidad sexual cubren la fachada y tapan la estructura despintada que data de la década del 80. Al pasar la puerta, otras carteleras muestran también su apoyo al movimiento con papeles multicolores. En la casilla de vidrio ubicada al centro del hall un cartel escrito a mano índica “atención al cliente” pero no parece haber nadie, así que sigo a un hombre que entra después de mí y se dirige a una sala en la que hay dos funcionarios.
“Hola, voy a la sala siete a ver a…”, y dice un nombre que no alcanzo a retener porque estoy concentrada viendo cómo el policía yace en una silla de madera completamente dormido: ni el sol que le toca la cara ni las voces constantes parecen molestarle. El funcionario despierto coloca la cédula del visitante en una cajita de madera vieja con algunas divisiones que ya está repleta.
Es mi turno y como no tengo a quien visitar pregunto si puedo entrar a conocer Vilardevoz, la radio que funciona en el lugar con el fin de contribuir a la rehabilitación de los pacientes internados. En ese momento el policía despierta con la llegada de más personas.
—Yo soy nuevo, así que no sé. Pero pasá y preguntá por ahí, dice el despierto.
El patio principal está rodeado de columnas que forman arcos y galerías que llevan a otras partes del hospital. El blanco de las paredes es ahora gris con betas amarillentas de humedad. De ahí, se puede pasar a otros patios: todos unificados por el piso que combina blanco y negro en forma de damero y parece contribuir al poco equilibrio que caracteriza al lugar.
Por ahora, solo me cruzo con enfermeros caminando por allí. En una cabina típica de guardia de seguridad tres funcionarios amontonados me indican el camino a la radio, aunque me advierten que seguramente no haya nadie. Para llegar ahí tengo que atravesar otro patio en el que encuentro gente reunida al aire libre, conversando en círculos de a tres o cuatro y sentados sobre canteritos de hormigón. Me recuerda al recreo de la escuela: cada uno con los suyos. En la galería que está a la derecha hay más bancos de madera enfrentados. Mientras algunas mujeres toman mate de a dos, varias palomas revolotean al ras del suelo muy cerca de sus pies.
Sigo caminando y llego al otro patio, este está lleno de coloridos dibujos sobre sus columnas. Vilardevoz está cerrada. Me siento en un banco sola y escucho el cantar de los pájaros que se oye muy alto. Dos enfermeros que pasan por allí hablan sobre algún tipo de encierro, ella dice que “eso siempre fue así”. Luego de una breve reflexión, me paro y vuelvo atravesar el espacio colmado de gente -bastante rápido- sin ánimos de interrumpir esos encuentros con el afuera. El carnicero de pañuelo rojo ya está de vuelta: tal vez es panadero, pienso. En una esquina una chica sentada en el suelo levanta la mirada, sonríe y me saluda con su mano. Sonrío también. La tarde está linda en el Vilardebó y la visita es bienvenida.