Browse By

Manchester

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterShare on LinkedInPin on PinterestEmail this to someone

Ilustración: Emilio Azambuja


Antes, Mario desayunaba en el Manchester. Pedía un cortado, una medialuna y dos vasos de agua. Pedía los dos a la vez para no morir de sed entre que terminaba uno y se lo volvían a llenar. A las 8, el mozo de turno, que era siempre el mismo, empezaba a aprontar su pedido.


Mario tenía buena relación con el mozo, un viejo canoso y ágil, aunque no sabía su nombre. Eran hinchas de cuadros rivales, y todas las mañanas el mozo le preguntaba a Mario cuándo iba a ganar algo. Mario le sonreía y le dejaba 10 pesos. Si tenía 20, hacía cambio y le dejaba 10. Era lo que correspondía. A veces, si se le ocurría algo ingenioso, le respondía mientras cerraba la puerta de salida.

Mario se sentaba al lado de la ventana para tener buena vista a las mujeres. Había una en especial que le gustaba sobre todas las demás: una secretaria con cara de preocupación y pollera negra hasta las rodillas. Pasaba todas las mañanas a las 8:25 en punto, caminaba a gran velocidad a pesar de sus zapatos altísimos, y esquivaba a los transeúntes con una habilidad envidiable. Hasta que un día Mario empezó a notar que había dejado de correr, que pasaba por su ventana caminando tan lento como los demás, aunque la hora era la misma.

Hubo una mañana en que la mujer no pasó a las 8:25 ni a ninguna otra hora. Mario en la mesa, el café terminado, el mozo hablando con la gerenta, los últimos segundos del flash informativo en el televisor viejo y la mujer que no pasaba por la ventana. Ya casi eran las 9. Era una de esas mañanas de “baja visibilidad por niebla matinal”, donde al fin todo termina de ser gris. Se murió, pensó. Abrió el diario para mirar el obituario, pero recordó que no sabía su nombre. Y que en los obituarios no ponen fotos. Dejó los 10 pesos y salió a buscarla.

Dio un portazo al Manchester con la fuerza de quien desea a alguien más que a nada en el mundo. Pero se detuvo en la esquina. No veía nada: el Palacio Salvo había desaparecido, la mujer había desaparecido. Esperó unos minutos alguna idea brillante, algo que le indicara dónde podía encontrar a la mujer, saber si aún vivía. O cualquier otra idea, aunque no tuviera nada que ver. Una revelación, quizá.

La niebla dio paso a una llovizna molesta. La epifanía no apareció. Pero atentando contra el destino que él mismo se había impuesto, Mario volvió a entrar al Manchester pasadas las 9. Se acercó al mozo, que pasaba un trapo sobre la mesa que él había ocupado, que ocupaba todos los días desde hacía cuatro años, lo tomó por el hombro y le dijo: “Estimado, por las dudas, ¿cómo es su nombre?

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterShare on LinkedInPin on PinterestEmail this to someone

3 thoughts on “Manchester”

  1. DS says:

    Muy bueno. Cené en el Manchester casi siete años! Y miraba para afuera! y era amigo del mozo de pelo blanco!!!! gran relato! Felicitaciones .

  2. PS says:

    Hola, Delfina. Me gusta la distancia del narrador porque es una falsa distancia. Y eso de que cuando no pasa nada puede estar pasando mucho. Porque puede ser así o no, pero esa posibilidad está buena porque si está presente no se exagera ni se omite nada de manera rebuscada. Además eso que “pasa” en realidad pasa por muchos lugares, por la manera en que se escribe, etc. Pero jugas un poco con esa forma, o al menos así me pareció en lo poco que te leí y está bueno.
    Tenés más cosas publicadas en otra parte? Un blog, algo así?
    Por último creo podría ser más extenso!
    Saludos!

    1. Delfina Milder
      Delfina Milder says:

      ¡Hola! Muchas gracias por tu comentario. No, no tengo blog, lo que escribo se publica acá nomás.
      Saludos!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *