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El guardián de Cordón

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Fotografía: Valentina Paz


Todos los días, cerca de las siete de la mañana, un hombre estaciona su auto blanco en la calle Galicia, poco antes del puente de Tristán Narvaja. No saluda a “Pie de seda”, el cuidacoches de la zona, porque este todavía duerme. Camina sin apuro hasta el cartel de “Puerta A” y abre el candado que cuelga de las dos hojas centrales del portón de chapa. Lleva más de treinta años repitiendo el mismo ritual.


Una vez dentro, prepara el mate y mira el informativo en la pequeña habitación donde guarda sus cosas. De las paredes cuelgan cuadros y fotos de otras épocas. En el piso se amontonan bidones vacíos, que se adivinan de agua, aunque ya no tengan su etiqueta.  Unos cuantos mates después y un buen rato más tarde, Gómez —como todo el mundo le conoce— emprende sus tareas.

Directo al trabajo
Corría el año 1982, todavía no se vislumbraba en el horizonte la racha gloriosa que el Club Atlético Cordón alcanzaría pocos años después, pero la institución ya estaba creciendo. Como en todo club de barrio, la gente entraba y salía, de la cantina a la cancha, de la cancha a la cantina.

Fue un sábado de aquel año cuando Julio Zito, entonces presidente del club, logró dar, en la esquina de Monte Caseros y Mariano Moreno, con el joven que había estado buscando durante un mes. Mario Gómez, que nunca antes había pisado un club de básquetbol y era militar en aquel tiempo, tampoco supo nunca quién lo recomendó. Zito jamás se lo dijo, pero el lunes siguiente lo llevó derecho al club. “Me trajo para acá, me mostró todo, me dio las llaves y se fue. Vine directo a trabajar.

Desde ese primer día, Gómez se encomendó a la tarea que acabó por darle sentido a su vida: cuidar del club a toda costa. Puso carteles, estableció horarios para la cantina y echó una y otra vez a los que molestaban. Así fue como logró “hacer norma”, se ganó algún que otro enemigo que lo tuvo entre ceja y ceja y se llevó el apodo de Comisario, que dos por tres, todavía hoy, alguien le sigue gritando.

Una mañana, a los pocos días de haber comenzado a trabajar, un jugador le hizo un pase y Gómez, que no mide más de un metro sesenta, tiró y erró. En el segundo intento la pelota rebotó con tanta fuerza que le pegó en el dedo anular de su mano izquierda y se lo dobló por completo. Desde entonces, ya no pudo volver a estirarlo y, aunque se ha pasado la vida recibiendo pases para juntar y guardar pelotas, nunca más volvió a lanzar al aro.

Primero el club
A pesar de ser un hombre de muy pocas palabras, cuando le toca hablar de sus logros, de aquellas cosas que ha hecho y que considera admirables, Gómez no puede parar. Entre el apuro y la emoción se come más que nunca las letras erre y ese. Acompaña sus palabras con todo tipo de movimientos y gestos con las manos. Son esos temas en los que se siente como pez en el agua, pues se sabe —y se dice— referente del ambiente basquetbolista no solo de Montevideo, sino también del Uruguay.

Desde que comenzó a trabajar en el club, Gómez limpiaba la cancha con un producto especial que le traía uno de los dirigentes de aquel entonces desde Brasil. Cuando ese hombre murió, Gómez se encomendó a la tarea de encontrar lo antes posible una solución alternativa, puesto que la cancha de Cordón es muy húmeda. Tras varios intentos de mezclar diversas sustancias y sus respectivas pruebas en el suelo que está a su cargo, logró dar con el ahora patentado Antiroling. O, como versa en las etiquetas que él mismo pega a los bidones en los que lo almacena, “El súper líquido mágico de Gómez, antideslizante y eliminador de humedad para pisos”.

Este producto es la perla de sus orgullos. Es el que lo ha hecho famoso tanto en Uruguay como en Argentina, aunque no le gusta nada cuando alguien le pregunta por la fórmula. A pesar de que habla del líquido como si fuera uno más de sus cinco hijos, Gómez esquiva el hacerse cargo del término “mágico” con el que en el ambiente se suele denominar a su invento. “Lo de mágico se lo encajó Sonsol, que siempre anda diciendo que dónde estoy y por qué no me llaman”.

Oriundo de Canelones, pero criado toda su vida en Florida, Gómez vino a trabajar a Montevideo con tan solo 13 años. Hizo muchas cosas antes de llegar a Cordón. Trabajó en la recepción de un hotel, fue custodia de Jorge Pacheco Areco e incluso hizo de payaso Plopín en el programa televisivo Cacho bochinche.

A los 15 se casó con su primera esposa. Recuerda aquella etapa con una sonrisa pícara porque sus padres le tuvieron que firmar un permiso especial para que pudiera casarse con tan corta edad. Varios años después, quizá ya con un poco menos de pelo, Gómez se volvió a casar con otra señora, pero la pareja no duró demasiado porque ya existía Cordón en la vida de Gómez.

—Para mí el club está primero. En mi casa no faltaba nada. Yo tengo horarios y días en los que no puedo dejar de venir. Un sábado o un domingo, ¿a quién dejo?
—Si tuvieras a alguien, ¿lo dejarías a cargo? —la pregunta lo atraviesa y lo deja pensando durante algunos segundos.
—No sé —dice entre risas—. Creo que pasaría yendo y viniendo para controlar —admite todavía risueño.

Los pibes
Teniendo en cuenta que los años pasan ligero y que cada vez le cuesta más hacer algunas tareas solo, Gómez no perdió el tiempo y se consiguió “dos o tres pibes” que lo ayudan. Ellos suelen limpiar las gradas o hacer alguna otra tarea que a Gómez le llevaría mucho tiempo y él, a cambio, les tira unos pesos.

Uno de ellos es “Pie de seda”, el cuidacoches. Como hace rato que Gómez no se asoma a la puerta, “Pie de seda” entra para ver qué pasa. Aunque calza championes deportivos, sus pasos apenas se distinguen en el silencio del club por la mañana. Gómez le puso ese apodo porque una vez entró a robar a una casa y nadie lo escuchó, pero lo descubrieron porque se quedó dormido en un sillón. Todavía está borracho, pero no para de repetir y contar historias de nostalgia en las que Gómez aparece una y otra vez.

Cada tanto, cuando tiene que salir por algún mandado, ya sea porque lo llaman de otro club para que vaya a arreglar algo o porque tiene que dar alguna otra vuelta por los tableros que él mismo construye para vender, Gómez sienta a Pie de seda en una silla al lado de la puerta del club y se va tranquilo porque sabe que con él ahí nadie entra. De cualquier manera, ninguno de sus “pibes” se queda mucho rato en el club. Gómez los corre en cuanto terminan sus tareas, nada de charlas.

Después de tanto tiempo, hasta el ruido de la pelota le molesta. “El rebote, los golpes, llega un momento que te saturan, porque los escuchás todo el día”. Gómez prefiere el silencio que reina en el gimnasio hasta alrededor de las diez de la mañana, cuando comienzan las prácticas.

Tiene los horarios de los entrenamientos internalizados, no necesita papel alguno que lo guíe. Cada cara, desde los mini hasta el plantel principal, la graba en su memoria. Se lleva bien con todos los muchachos, pero se hace el duro al principio para imponer respeto, sabe que puede parecer malo o de “carácter podrido”, pero lo usa como estrategia. “Yo te estudio, no te ganás mi confianza tan fácil”, dice orgulloso.

Cuando recién comenzó, la gente solía decirle a los técnicos que se iban a llevar muy mal con Gómez. “Porque yo era medio asqueroso”, dice él. Sin embargo, asegura que no, que aquellos fueron años de gloria para el club y para todos. “Éramos los jugadores, los técnicos y yo. Fue una etapa lindísima”, los ojos de Gómez se abren como platos, producto de la nostalgia contenida en esos recuerdos.

Pedro
Cada tanto aparece en el club alguien que busca a Pedro. La mayoría de los chicos nuevos, de las generaciones que llegaron después de esa etapa gloriosa de Cordón, no lo conocen. Aunque en realidad sí. Pedro es Gómez, no porque ese sea su segundo nombre, sino por una historia un poco más insólita. Hace muchos años, Gómez volvía desde el club a su casa, aquella donde Zito lo había ido a buscar, caminando siempre, sin importar qué hora de la noche marcara el reloj. En la mitad del trayecto, una madrugada recibió una puñalada en la espalda. Resultó que el ataque no era para él. Gómez recuerda con claridad los gritos desesperados de una mujer desde el otro lado de la calle que alertaban a su agresor de que se había equivocado de víctima. Desde entonces, en el club le apodaron “Pedro navaja”. Para los amigos, simplemente Pedro.

Los días que hay partido en el club, no hay quien lo pueda mantener quieto. “Estoy siempre controlando todo”, dice. Sin embargo, cuando Cordón juega en otra cancha, Gómez vuelve a quedarse en la tranquilidad del club por la noche. Antes solía ir con el equipo, pero ahora muchas veces ni siquiera mira esos partidos por televisión, “salvo que sea uno muy importante”. Sentado en la única silla de su pequeña habitación turquesa, o dando alguna que otra vuelta para no perder la costumbre, espera a que le traigan las cosas de regreso del partido y después se va.

El pequeño celular de Gómez suena muchas veces en el día. “Todo el mundo tiene mi número. Porque si pasa algo, ¿a quién llaman? A Gómez”. En el club no hay secretaría, hay un par de escritorios vacíos y un teléfono fijo que descansa empolvado sobre uno de ellos. En Google figura el número, que comienza con un 2400 que delata el barrio. Sin embargo, nadie responde a ese teléfono. En realidad, ese teléfono no suena, porque a nadie que tenga una mínima idea de básquetbol y quiera llamar a Cordón se le ocurriría marcar ese número antes que el de Gómez. Él es quien alquila la cancha, él trata con los planteles, él lleva la agenda y, además, está a la orden de todo lo que tenga que ver con el básquetbol en general. Le gusta comparar al club con una intendencia del interior: “Todos vienen para acá”. Según él, los que saben siempre dicen “vayan a Cordón que ahí encuentran”.

Lo que se encuentra en Cordón es un hombre tranquilo y callado, que a sus 66 años camina por el club con la destreza del joven que entró por primera vez en 1982. No importa qué día sea, Gómez está allí desde la mañana temprano hasta entrada la noche. Engripado, con una pierna rota o con una puñalada en la espalda, llega como puede hasta el club y, si le cuesta moverse, se sienta a dirigir a sus muchachos. “Los días que no vengo me falta algo, tengo que venir. Por lo menos a dar una vuelta, aunque no tenga nada que hacer. Miro cómo está todo y después sí, me voy”.

Han pasado muchos años y el tiempo puede cambiar muchas cosas, él lo tiene claro, pero hay otras que nunca van a cambiar. Gómez se sabe el último soldado de un tiempo que fue especial para muchos. Sabe que si él se va, se va lo último que queda del “Cordón de antes”. Tiene listos los trámites para jubilarse, tiene la edad y los años trabajados, pero por ahora prefiere dejarlos congelados. Todavía no se anima a irse. “Lo que pasa es que acá es mi vida, esta es mi casa y este club siempre fue una familia”.

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