Fotografía: Delfina Milder

Poco -o nada- importan las cosas. Lo dicen las religiones, los hippies, una serie de Netflix, Zitarrosa. Cuanto más prescinde de los objetos, dicen, más feliz se es, más liviano se transita por la vida, y eso, aparentemente, es bueno. Si lo dicen los sabios, debe de ser así.

Pero las cosas en sí mismas; las cosas despojadas de la relación que tengan con uno, las cosas que uno construye, compra, usa, ¿qué es, qué será de ellas?

Los platos de uso diario, las tazas de Nescafé, los baldes negros, los manteles de plástico, los guantes de limpieza, la alfombra que reza “Bienvenido” en la puerta, ¿a dónde van cuando quien las usa se ausenta? ¿Qué piensan las cosas cuando, de repente, el alrededor se detiene, y la casa que las contiene deja de ser un hogar, y se transforma en una más entre las cosas? Cuando son otras las manos que las agarran, que las apoyan en otras superficies y con otra velocidad, que las dejan por tiempo indefinido en otro espacio de la casa, hasta que una bolsa grande y negra hace de todas las cosas una sola: deshechos muertos.

Fotografía: Delfina Milder