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Hormiguero

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Fotografía: Delfina Milder

Fotografía: Delfina Milder


“Todo está desordenado”, pensó Mario en el cruce caótico de la avenida de su casa


Había ido al supermercado a comprar comida y veneno para las hormigas que habían ocupado la cocina. Pero las góndolas tenían un orden distinto al del día anterior. Las habían desordenado otra vez. Y no había ninguna cara amigable a la que pudiera pedirle indicaciones de dónde estaba cada cosa. Todos iban a contestarle de mala gana; él no sería el primero ni el último en preguntar. Estaba cansado. No quería pedirle nada a nadie, pero tampoco buscar las cosas por su cuenta. Tardaría mucho más tiempo del que se puede estar en un lugar tan frío como el supermercado.

Sacó las manos de los bolsillos y se fue a paso lento para que el guardia de la puerta no pensara que había entrado a robar. Unos metros antes de salir pensó en hacerle un gesto con la cabeza o sonreírle. Pero si le prestaba atención haría más evidente el robo, aunque no se estuviera llevando nada. Siguió caminando y el corazón le golpeó fuerte cuando pasó por las barreras, que a veces suenan por error o porque sí. El guardia le dice a la gente cosas como: “Debe ser algo que ya tenías”. Pero Mario no sabía qué le diría a un tipo como él.

Logró cruzar la avenida: de ahí en adelante todo sería más fácil, salvo la convivencia con las hormigas. Comió las sobras del mediodía y lavó el plato. Con un trapo húmedo arrasó una fila de hormigas que atravesaba en diagonal la mesa de la cocina. Abrió la canilla y las miró mientras un remolino de agua se las llevaba. Se preguntó qué pensarían que les estaba pasando.

Se acostó en el único lugar del mundo donde podía estar tranquilo, donde las hormigas no habían llegado aún, donde nada lo perturbaba salvo alguna que otra pesadilla de rutina. Estaba tan acostumbrado a ellas, y sin embargo no se acostumbraba a la mirada desconfiada del guardia, a los autos que están autorizados a doblar al mismo tiempo que él cruza la avenida, a las hormigas.  Durmió, o pensó que había dormido. No distinguía si ya era mañana o si habían pasado cinco minutos. Estaba transpirado pero tenía frío.

“Mi auto se llena de agua. No puedo ni quiero salir. Me rescatan pero me cobran 5 mil pesos”, decía la última página del cuaderno donde le habían mandado a escribir sus sueños. “El agua del río llega hasta mi cama. Espero que venga el rescatista”, escribió, aunque no estaba seguro de si solo lo había pensado.

La sed le obligó a levantarse. Se sirvió un vaso de agua y dejó la canilla abierta. Los cadáveres de las hormigas que habían resistido al remolino cruzaron, al fin, el hueco que las conduciría a algún río. Pero las que ocupaban la pared seguían trabajando. Mario las miró, a cada una de ellas y a todas ellas. De pronto vio el cuadro completo, y a las 4 de la mañana las hormigas le parecieron tan interesantes que no le importó el frío de las baldosas. Descubrió el recorrido: entraban por la ventana, cruzaban la pared y bajaban hacia un rincón del zócalo donde probablemente estaría la hormiga reina. Ninguna se desviaba. Todo estaba en su lugar.

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