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La vida en el enjambre digital

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Los medios de comunicación constituyen hace ya tiempo el universo simbólico en el que pensamos, actuamos y sentimos. Todo pasa hoy por ellos, desde las ideas hasta los estilos de vida, desde la acción política y el ocio, hasta la educación. Son los medios quienes establecen las prioridades, las perspectivas y los enfoques de la información que se brinda. Lo real se reduce, se interpreta y hasta se “crea” solo a través de las múltiples pantallas[1].  


Uno de los elementos más destacados de la cultura mediática es la publicidad, cuyo peso en los hábitos de consumo y ocio, y en la consolidación de creencias y reforzamiento de conductas va más allá de la compra de productos. Se produce así un cambio de mentalidad y de valores orientado por la lógica tecnoeconómica aplicada a todos los aspectos de la vida, incluso de las relaciones humanas.

La dificultad para cambiar una mala imagen o para hacer presente algo desconocido se encuentra en competir con el diluvio informativo, porque vivimos sobrepasados por millones de palabras vacías, ruidos e imágenes que nos llegan por todas partes y que nos persiguen hasta los pocos espacios que quedaban de intimidad. La ansiedad y la saturación de mensajes generan una gran desatención, una permanente distracción que impide que podamos escuchar realmente y priorizar contenidos. Nos vamos acostumbrando a oír palabras que no nos dicen nada, palabras vacías, sin peso en nuestras vidas. Asistimos a un mundo lleno de monólogos que entretienen, pero no dejan nada más que información irrelevante y sin conexión con las dimensiones más profundas de la vida humana[2].

La invasión de información excesiva abruma a las personas y la fugacidad de las noticias hace muy difícil -cuando no imposible- una auténtica y profunda reflexión sobre temas complejos que tienden a simplificarse para que sean fácilmente digeridos por una masa acrítica y domesticada. Saturados de mensajes de toda clase y por diversos medios estamos en todo y en nada a la vez, quedamos indiferentes y cerrados a toda escucha auténtica que intente romper esquemas previos o reconfigurar el modo de percibir la realidad. Se informa de todos los temas, pero poco es realmente asimilado y reflexionado, haciendo que el pensamiento también se vuelva efímero, simplista y pasajero[3]. Parecen cumplirse las palabras del filósofo danés, Sören Kierkegaard quien escribió proféticamente en el siglo XIX: “Llegará un momento en el que la comunicación será instantánea, pero la gente no tendrá nada que decir”. Un desafío de la actual comunicación de masas es poder decir algo importante sin que sea arrastrado por un torrente de frivolidades que no dejan nada a su paso más que una mirada superficial a todo lo que existe. Pero a este fenómeno podemos agregar también la excesiva valoración de la aceleración y de la desmediatización de la comunicación, donde lo que importa es acceder lo más rápido posible a la información, aunque sea irrelevante.

La cultura desmediatizada o del “acceso directo”
Cuando estamos a un click de todo, olvidamos lo que significa esperar. La comunicación que se vuelve casi instantánea y en varias direcciones simultáneas, no hace posible la escucha reflexiva ni la visión de lo que requiere procesos lentos.  Lo mismo sucede con la información, que es de tal magnitud y sobre tantos asuntos y acontecimientos, que no es posible digerirla, ni mucho menos opinar con algún grado de seriedad y conocimiento. Cuando se encuentra un sospechoso de un delito que tiene conmocionada a la opinión pública, este se transforma en culpable antes de que haya una sentencia. Los medios y los usuarios de las redes no pueden esperar procesos judiciales, sino que juzgan al instante. El pensamiento actual no tolera los procesos y la gradualidad en el conocimiento de la verdad. Como escribía el filósofo y sociólogo polaco, Zygmunt Bauman, el corto plazo ha reemplazado al largo plazo y “ha convertido la inmediatez en ideal último”. La “modernidad líquida” disuelve y devalúa el tiempo. Que las cosas duren deja de ser un valor y se convierte en un defecto, ya sea en las relaciones humanas, los trabajos o incluso un proceso judicial. Si algo dura, no es recomendable[4]. El advenimiento de lo instantáneo o inmediato lleva a la cultura, las relaciones humanas, el derecho, la política, la religión y los dilemas éticos a un territorio inexplorado, donde la mayoría de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida han perdido aparentemente toda utilidad y sentido. Que alguien ante la prensa, por seriedad y responsabilidad ante su trabajo y ante los demás, quiera explicar que necesita tiempo para dar información, le hace parecer sospechoso de ocultar algo[5].

Por otra parte, este modo de pensamiento que solo valora la inmediatez afecta todas las formas de comunicación y las relaciones de representatividad. Cualquier mediación o representante son interpretados como pérdida de tiempo, como un obstáculo a la velocidad de la información y a la inmediatez del “contacto directo”. Los medios digitales nos introducen cada vez más en una lógica ansiosa que pone en crisis cualquier intermediario, cualquier representatividad o mediación. Todos alzan su voz en directo a sus interlocutores en el “enjambre digital” (Han), donde todos pueden hablar con todos[6]. Ya no somos meros consumidores o receptores pasivos de informaciones o publicidad, sino productores activos. Esta doble función incrementa exponencialmente el caudal informativo y desaparece el espacio común, para mirarnos unos a otros selectivamente. A través de nuestras “ventanas” digitales, teléfonos móviles o computadoras, no miramos a un espacio público, sino a otras “ventanas”, a otros productores y consumidores de información.  El filósofo coreano-alemán, Byung-Chul Han, en su análisis sobre la relación entre las nuevas tecnologías y los cambios culturales, entiende que las redes sociales como Twitter o Facebook, liquidan la mediación de la comunicación, la “desmediatizan”. “Cada uno genera información y la vuelca a las redes y esto genera que los periodistas, que siempre eran mediadores, hacedores de opinión”[7], compitan con los millones de “opinólogos” que diariamente crean contenidos. Así, la comunicación digital liquida todo centralismo o mediación para la obtención de la información. Hemos pasado de una era donde los grandes medios de comunicación de masas eran los emisores de la información y de las imágenes, a una horizontalidad creada por medios como las redes sociales, foros, canales personalizados como Youtube y blogs, que permiten a cualquier usuario entrar en contacto con quien quiera, además de transformarse en productor, fotógrafo y generador de contenido informativo. Las fronteras de la información se disuelven y se relativiza el valor del contenido sin ningún criterio para jerarquizar la información a la que accedemos, generando también un cansancio informativo por saturación.

Hoy cada uno quiere presentar su opinión sin intermediarios. Han entiende que esta situación cultural “pone en apuros la idea de representatividad y cuestiona la democracia representativa. Los representantes políticos no se ven como mediación sino como barreras, como obstáculos para la transparencia y la participación ciudadana. La demanda creciente de presencia personal y que cualquiera puede comunicarse con cualquiera constituye una amenaza al principio de representación”[8].  Además de la exagerada valoración de la inmediatez que crea una sociedad sin mediaciones, que se pretende “transparente”, en la “sociedad líquida” -como Bauman la llama-, innovación y novedad son palabras esenciales. Se invoca la innovación en los negocios y en la política, en la educación y en la tecnología, como si el hecho de que las cosas sean novedosas las hace automáticamente buenas y mejores.

Cuando lo real se confunde con la percepción, el saber con la opinión
En un mundo donde todo se ve por pantallas, la realidad ya no interesa, sino lo que se percibe, no importan los hechos, sino lo que se muestra (posverdad)[9]. La crisis del conocimiento de lo real, reducido a sus apariencias, es también un desafío para cualquier institución. De ahí que el desafío más grande que tiene la gestión de la comunicación, si quiere ser fiel a la realidad y no hacer de las estrategias comunicativas una nueva era sofística donde no importe la verdad, es acercar las percepciones a la realidad del modo más fiel posible. Porque en esta cultura multimediática predomina el seducir sobre el convencer, la sobredosis informativa que bloquea y hace imposible una reflexión crítica y profunda de cualquier tema. El predominio de lo emocional instaura una retórica de estereotipos y superficialidad constante que no permite la duda o la pregunta crítica.

Cualquier producción periodística requiere cierta formación intelectual y cultural de quien lo realiza. Los periodistas pueden escribir reportajes cualificados porque son fruto del sacrificio y la profundidad de una investigación. Pero la inmediatez de un caudal indiscernible de información nos lleva inevitablemente a la superficialidad, a la falta de rigor y a la carencia de reflexividad. El lenguaje y la cultura se vuelven vulgares, se publican libros “de fácil lectura” o “de lectura rápida”, o videos de pocos minutos, para poder competir con la avalancha de contenidos de toda clase. Se confunde la libertad de poder opinar con el valor del contenido. Y se olvida fácilmente que no todas las opiniones son igualmente válidas ni verdaderas. Que todos tengan derecho a opinar no significa que todas las opiniones tengan el mismo valor. No es lo mismo opinar que saber. No todas las ideas aportan igualmente al bien de la humanidad. 

El desafío de hacerse cargo de la propia vida
Quien no devora informaciones sin discernir, sino que sabe disfrutar del saber, crece en experiencia y sabiduría, permaneciendo abierto y en tensión a lo venidero, a lo sorprendente de un futuro por construir. Elegir entre las muchas posibilidades es ejercer la libertad y hacernos responsables de en qué se nos va la vida.  La experiencia de la vida como una continuidad con sentido y no como una sucesión desordenada de vivencias e informaciones, es la que permite asumir compromisos y vivir equilibradamente, priorizando unas cosas sobre otras.

La promesa y la lealtad necesitan de una genuina vivencia del tiempo. La mentalidad del “corto plazo” conspira contra la esperanza, por eso autores como Han o Bauman invitan a pensar en un horizonte que ensanche el presentismo en el que solemos vivir. Eso exige no dejarse arrastrar por el diluvio informativo, sino elegir cómo queremos vivir. Porque pensar en profundidad requiere del silencio y del paso del tiempo y no puede acelerarse.

¿El problema es de cantidad de tiempo? La crisis de la temporalidad también afecta el modo de relacionarnos con los demás, la responsabilidad ante el otro, el compromiso y la entrega necesitan de la duración. La calidad de nuestras relaciones también puede ser un simple intercambio de informaciones y estímulos fugaces, o verdaderos vínculos profundos que echen raíces con el tiempo y nos arranquen del aislamiento y la superficialidad.

Recuperar una virtud olvidada: la paciencia
Escribió San Agustín que “la paciencia es compañera de la sabiduría y amiga de la buena conciencia”. Quienes no se dejan arrollar por la lógica de la inmediatez y la permanente innovación, sino que echan raíces en las cosas esenciales de la vida, en lo que realmente nos hace más humanos y mejores personas, pueden ser un oasis de paz y esperanza para tantos que corren sin saber hacia dónde van. Se necesitan seres humanos que enseñen a vivir, a esperar, a amar de verdad, a pensar libremente. Se necesitan educadores que ayuden a otros a discernir entre lo banal y lo profundo, que ayuden a pensar críticamente y a salir del círculo vicioso de consumir y consumir sin saber para qué vivir.

La época de grandes transformaciones culturales que nos toca vivir puede generar una tendencia pesimista o excesivamente apocalíptica para algunos, pero, al mismo tiempo, puede parecer deslumbrante y llena de promesas para los más optimistas. Recuperar la virtud de la paciencia es una de las claves para redescubrir la fortaleza interior del que sabe esperar y construir una vida con sentido.

__________________
[1] Cfr. Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2010). La cultura-mundo: respuesta a una sociedad desorientada. Barcelona: Anagrama.
[2] Cfr. Lipovetsky, G. (2006). Los tiempos hipermodernos. México: Fondo de Cultura Económica.
[3] Cfr. Han, B. C. (2014). En el enjambre. Barcelona: Herder. pp. 87-90.
[4] Bauman, Z. (2009). Modernidad Líquida. México: Fondo de Cultura Económica. pp. 99- 138.
[5] Cfr. Han, B.C. (2013). La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder.
[6] Cfr. Han, B.C. (2014). En el enjambre. pp. 25-39.
[7] Idem. p. 34.
[8] Idem. p. 91.
[9] Cfr. Pérez, A. (2018). “Sobre la necesidad del buen periodismo”. Publicado en: https://www.nuevarevista.net/revista-ideas/uso-y-abuso-de-las-noticias-falsas-sobre-la-necesidad-del-buen-periodismo/

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One thought on “La vida en el enjambre digital”

  1. Juan joseé mosca says:

    Agradezco este valiosísimo aporte que me enviaron. Y que me ha servido como examen personal e institucional.

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