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Los topos

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Fotografía: Gastón González

Fotografía: Gastón González


Como un subte. Así me imagino que serán en el futuro las colonias en otros planetas. La energía se me iba del cuerpo. Los ojos ya incapaces de reconocer al sol, enamorados de la luz artificial; los pulmones acostumbrados al aire de calefacción como los de un astronauta en una estación espacial. Durante un rato sentí la necesidad desesperante de ver algo verde, pero de a poco se fue yendo. ¿Para qué subir cuando los topos tienen todo lo que necesitás?


Llevo una lista mental de todo lo que veo en Europa que no podría hacerse en Uruguay. Rellenar los vasos de refresco en los restaurantes de comida rápida, olvidarse de algo en un lugar público y que nadie lo robe sino que lo consideren una amenaza de bomba, el sistema de becarios y pasantes llevado al extremo (¡punto para Uruguay!) o el Car2Go, un autito que levantás en la calle y devolvés en otro punto, como las bicis de alquiler. El último ítem en sumarse son las ciudades subterráneas.

No es que las haya descubierto hace tan poco tiempo. Buenos Aires tiene la suya, por ejemplo. Pero no había caído en la cuenta de hasta qué punto funcionan como ciudades. Hormigueros. Túneles de topos.

Estaciones de ómnibus tan gigantes como invisibles. Parkings enormes bajo plazas céntricas. Trenes que coquetean con la luz del sol para luego enterrarse otra vez. Todo el costado feo del progreso barrido bajo la alfombra. Minutos que se acumulan hasta convertirse en horas respirando aire muerto, el pelo soplado al viento solamente por un subte que llega empujando todo. Sin hablar jamás con nadie, rodeado de caminantes con sus miradas fijas en sus manos y los teléfonos o libros o revistas atados a ellas.

Una versión actual de la escena famosa de Metrópolis, en la que la fila de trabajadores avanza como un grupo de robots programados hacia la empresa, junto a otra fila que hace lo mismo en sentido contrario. Todos caminando hacia adelante. Todos en movimiento continuo, aunque cada metro de la ciudad subterránea sea idéntico al anterior.

Paredes tan empapeladas de publicidades anacrónicas como en la superficie, músicos derrochando talento en el lugar donde menos gente va a poder apreciarlo, donde más personas les tiran monedas a los pies sin ni siquiera sacarse el celular del oído. Los vendedores ambulantes africanos, multiplicados en hileras, a la espera de un pasaje a otra parte de la ciudad donde los vean menos como decorativos de las esquinas. Los olvidados que cargan con copias perfectas de Carolina Herrera y Gucci al hombro, camuflados entre los topos.

Todos a resguardo de todo. Una sociedad de paso, nómade, que sostiene en sus hombros a la otra: la que hace lo que puede por estarse quieta.

Recién salido de una entrevista de trabajo descarrilada muy rápidamente, para la que había hecho seis horas inútiles de ómnibus, me senté en un banco al solazo de Madrid a las cuatro de la tarde de un día de junio. El junio del norte, el de los 30 grados a la sombra. Tenía en la mano un libro de mafia italiana, sobre los fantasmas humanos que fabrican esas copias perfectas de Gucci en suburbios de Nápoles, desde donde emigró mi tatarabuelo hace unos 100 años, y el contraste con el barrio cheto -una suerte de Palermo, volviendo a la comparación con Buenos Aires- me deprimió tanto que bajé a la ciudad subterránea a la espera de un tren a cualquier parte menos esa.

Pasillos y pasillos, escaleras mecánicas infinitas, vías que se cruzan: la imposibilidad de mi mente de entender cómo alguien pudo haber diseñado una obra tan impresionante. Kioscos de kilos de revistas de moda con más publicidades que contenido propiamente dicho: no entienden que la moda no importa entre los topos que miran pero no ven. El teléfono que no se queda sin señal ni viajando a quién sabe cuántos kilómetros por hora en un tubo al vacío: ¿cómo puede ser que tenga mejor cobertura ahí que en mi puesto de trabajo?

En una esquina entre pasillos y conexiones, un anciano tocaba en su violín “Hallelujah”, la versión de Jeff Buckley. Me paré a mirarlo, inundado de melancolía por su destreza, por lo que estaba tocando y por lo que significaba que estuviera tocándolo allí. Tiré unas monedas en su estuche abierto y seguí camino.

Cada ciudad subterránea está inextricablemente unida con la de afuera. La de Londres es un relojito, prolija y monumental. Se pueden caminar cuadras y cuadras entre una línea y la otra sin nunca ver un atisbo de cielo. Y son tan cracks del auto-marketing ahí abajo como sus contrapartes de la realeza: se venden toallas con el mapa de líneas de subte estampado, y la frase “mind the gap” (abreviatura de “mind the gap between de train and the platform”, ojo con el espacio entre el tren y el andén, que una voz de locutora repite en cada parada) se vende en remeras y llaveros, enmarcada en el logo del underground (que es una marca en sí mismo).

La red de Berlín es inmensa, con una limpieza solo equiparable a la frialdad y mala leche con la que reaccionan los empleados ante una consulta en un idioma que no sea el teutón. La de París es sucia como su hermana superior, que es tanto la ciudad de la luz como la de las ratas; además es menos eficiente, con alguna que otra línea de recorrido mínimo, sus trenes y estaciones fantasmagóricas. Se caracteriza además porque su locutor tiene menos ganas de hablar que el londinense. Lo único que hace es repetir dos veces la parada a la que el tren está llegando, primero en tono de pregunta y luego de afirmación. ¿Etienne Marcel? Etienne Marcel. La de Roma, ya más cercana a los estándares latinos de ineficacia, tiene solo dos líneas y ninguna entra al descomunal centro histórico. Ciudad eterna y de distancias eternas.

El de Madrid, en cambio, es un lujo, y simboliza la contradicción en el corazón de la Madre Patria: su infraestructura primermundista y sus políticos corruptos y tragicómicos, quizá la exportación más enraizada que regalaron al continente que conquistaron hace 525 años. Todavía más enraizada que el idioma. Después de todo, lo que hablamos en Uruguay y lo que se habla en Andalucía o Murcia se parece bastante poco.

En cuanto los genios del valle de silicona perfeccionen la tecnología, estas ciudades subterráneas sumarán carriles de alta velocidad para autos, que así irán desapareciendo de las calles de la superficie. Ciudades de colores y canto de pájaros, de gente tirada en bancos de plazas con una cerveza en la mano y paseos a pie sin apuro y de la mano. El movimiento condenado a compartir vivienda con los topos.

En el suelo del tren había un latinoamericano durmiendo, pero uno de esos que dicen “vale”, “joder” y “hostia” y hasta cecean y hablan de vosotros. Solía verlos con humor, aferrados con uñas y dientes al primer mundo (o lo que sea que es España en la Europa de Merkel, May y Macron), traidores a su cultura y su propio acento. Aun en un país que justamente valora a muerte eso de las culturas y acentos distintos (bueno, tal vez no en Madrid). Hasta que los escuché, con sus historias de desarraigo infantil, y el humor se me escapó.

Este latino dormido en el piso del metro madrileño venía a completar el cuadro, un detalle en la esquina inferior derecha de un lienzo en algún museo de los que cobran entrada cara. Inmóvil, nunca inerte.

Ya no me daba el tiempo para ir a un parque o lo que fuera. Solo para seguir hasta la estación subterránea de ómnibus y comerme las siete horas de vuelta, con las manos más vacías que en el viaje de ida. Y me vinieron unas ganas horribles de quedarme en el metro y nada más recorrer la línea de punta a punta. Los topos me estaban llamando a sumarme a su sociedad.

Arrastrando los pies por la ciudad subterránea, me sentí parte de ella. Un extranjero más. De los de Latinoamérica y de los de Camus. Menos mal que no hay de estas en Uruguay, porque no sé qué tan bien le haría una ciudad subterránea a la psiquis montevideana.

Salté a las vías y corrí dentro del túnel del que salen los trenes, tan oscuro, vacío y silencioso. Los ojos de los topos me miraban desde las paredes. Distinguía el reflejo ínfimo de las luces lejanas en sus ojos lechosos, casi ciegos. Ya habituados a que no haya nada para ver. En la negrura vi las estrellas que rodeaban a la estación especial y la Tierra, impactante en sus azules y sus verdes y sus marrones, del otro lado de una ventana. El pelo voló hacia atrás, empujado por el tren que se acercaba.

La corriente de nómades me empujó hacia la salida antes de que pudiera hacerme ciudadano. Subí saltando de dos en dos los escalones de las escaleras mecánicas y al ver el cielo celeste aspiré como pocas veces el aire caliente y pesado de la capital. Lo primero que vi fue tan absurdo que pensé otra vez en Camus. Un combo de jardín de infantes, escuela, liceo y universidad llamado, insólitamente, “Afuera”. No había forma de que eso no fuera una tapadera de lavado de plata.

Y largué una carcajada. De nuevo entre los míos.

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3 thoughts on “Los topos”

  1. Rafael says:

    Excelente artículo. Me parece estar ahí y ver lo que contas.
    Por otro lado las entrevistas son así. Inciertas. Con sorpresas. Ya llegará la.sorprendentemente buena. Abrazo

  2. Marcelo says:

    Siendo tu padre Gastón, me es difícil ser imparcial, tratare de serlo en el comentario.

    Tienes un poder de síntesis, absorber situaciones, momentos, lugares, que realmente a quien te lee lo trasladas al lugar, eso trasmites.

    Me gustó !!!!

  3. Enrique Cotogno says:

    Excelente!!!!!! El fruto de ese viaje nos llevó a ver cosas que los robots humanos en la P…..Vida podemos ver creo que no me quedan dudas de que vinistes a hacer a este Planeta
    Felicidades

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