¿Vale una imagen más que mil momentos?
Fui un poco ingenuo. No me lo detuve a pensar antes, pero si lo hubiera hecho al menos por algunos segundos, habría sacado esa conclusión. Hermitage, un domingo de tarde, miles de personas: una ecuación de resultado previsible hasta para un matemático sin talento. Pero estando a una cuadra del famoso museo de la elogiada San Petersburgo, y dadas mis entreveradas aspiraciones artísticas, la cita era inevitable. En media hora estaba adentro.
Millones de obras, todas hermosas. Mi formación más entusiasta que disciplinada me impide utilizar otro adjetivo, pero sospecho que el Hermitage agobiaría hasta al más erudito. Son muchos siglos de arte, muchos estilos, muchas obras de carga histórica. Imposible abarcar todo. Miles de personas, y un detalle que no tenía previsto: sus celulares.
Desde el comienzo del recorrido pude notar algo: una especie de compulsión irrefrenable por registrar todo. Todo. Pinturas grandes, pinturas chicas, muebles, vasijas, esculturas, techos, grabados, tapices. Y un pavo.
El aviso en el salón por donde entré era claro: prohibido sacar fotos. Era un exposición temporal del prolífico pintor Michail Muchasky (de quien no tenía el gusto) y allí, el primer conflicto. Los concurrentes consustanciados con la cita mundialista -y al mejor estilo wing croata- trataban de eludir a las cuatro o cinco personas (señoras adultas) que les trataban de hacer entender en todos los idiomas posibles a los “distraídos” que no estaba permitido fotografiar.
Pero tranquilos, en la mayoría de las venideras salas no habría problema. Y justamente en esas salas vendría lo peor: estaba el que pasaba, se paraba, contemplaba, y tomaba una foto de lo que le parecía más interesante; estaba el rapidísimo, que ensayaba todo tipo de tomas, desde todo tipo de ángulo; estaba la selfie (eso ya me comenzaba a inquietar un poco: selfies con obras de arte); estaba el palito de la selfie, el cual está prohibido porque la gente termina convirtiéndose en contorsionista de circo con tal de alcanzar los “mejores” planos, incluso arriesgando la integridad de las obras, cosa que una señora amablemente le quería explicar a un joven indignado, que en un inglés latino le espetaba un why not!?
Y después de todo eso, estaba el cuadro de Da Vinci. Y ahí se puso lindo, porque claro, era Da Vinci, un imán. Quién no va a querer tener una foto con un cuadro de Da Vinci. Una sala siempre llena de gente, todo el tiempo. Y sus celulares. Que parecían querer estar allí más que sus propios dueños. Muchos, empujándose, de diferentes generaciones, de diferentes tamaños, con diferentes carcazas.
Grababan, fotografiaban, hacían transmisiones en vivo y mandaban mensajes de whatsapp sin parar. Algunos no sabían ni qué fotografiaban, otros averiguaban después. Y ahí entendí menos. Comprendo el registro y lo fomento (sería irónico siendo fotógrafo oponerme a eso), pero sí, capaz producto de mi ingenuidad social, me perturbó la cantidad.
Y la continuidad. Y la necesidad de esos teléfonos de retratar absolutamente todo. Y cómo llevan a esas personas a ser personas casi horribles peleando por un recuerdo digital, para almacenar, para mostrar, y demostrar que estuvieron en ese lugar. Como si la imagen legitimara ese momento. Como si una imagen valiera más que mil momentos.