Saltar en el barro: A 20 años del festival que elevó al rock uruguayo
Ómnibus de línea y contratados, autos, camionetas, camiones, motos, carros de caballo, trenes, bicicletas y peatones se movilizan para llegar al kilómetro 180 de la ruta 5. Un éxodo de más de 30.000 personas avanza desde el sur del país hacia el centro, pero, en simultáneo, también desde el norte, este y oeste. Es el último fin de semana de octubre de 2003 y se está gestando una revolución llamada Pilsen Rock.
En este desfile hay un fusca viejo, colorado y despintado, que hace un esfuerzo titánico por llegar a destino. Al volante va Josema, un periodista de 22 años. Un gesto sutil con la cabeza a modo de disculpa cada vez que pasa por al lado de alguno de los cientos que hacen dedo al borde de la ruta. “Llevame a donde quieras”, se lee en uno de los carteles al costado del pavimento. Pero bastante le pide Josema al escarabajo “roñoso” que ya carga con él y sus dos amigos, como para encima sumarle a alguien más.
Andrea tiene la misma edad. Estudia Derecho. Ella y sus amigas pensaban ir a Durazno en los trenes que AFE habilitó para la ocasión, pero los pasajes se agotaron demasiado rápido. A través de un amigo se enteró de que los estudiantes de Economía alquilaron ómnibus para ir al gran evento. Así que, el sábado de mañana, sin nada que perder, se acerca a la puerta de la Facultad de Ciencias Económicas en Montevideo junto con dos compañeras de estudio y una amiga del barrio. Se suman a las filas con el resto de los jóvenes, una delegación de amantes del rock ansiosa por comenzar su travesía.
Lo que Josema Caraballo y Andrea Bertino no sabían ese 25 de octubre de 2003 es que 20 años después iban a recordar con nostalgia el primer Pilsen Rock. El nacimiento de uno de los festivales de música más importantes en la historia del Uruguay, del que ellos tuvieron el privilegio de formar parte. Un evento de dos días, gratuito, en el corazón del país, con las mejores bandas de rock nacional en su momento de auge: Dsus4, Hereford, Graffolitas, Trotsky Vengarán, Buitres, Sordromo, Once Tiros, Vinilo y No Te Va Gustar, y La Renga que vino desde Argentina a cerrar el evento.
Invasión y bienvenida
El Parque de la Hispanidad es un predio de 61 hectáreas que se extienden a un par de cientos de metros de la entrada a la capital del departamento. Una pradera verde rodeada por árboles con un escenario sobre un tajamar, frente a un área de 12 hectáreas que, desde el año 2000, se acostumbró a recibir multitudes en el Festival Nacional del Folklore. El espacio convenció a los productores del Pilsen Rock, que aprovecharon también el interés de la administración de la Intendencia, encabezada por Carmelo Vidalín, quien veía con buenos ojos la llegada de la muchachada, desde otras partes del país, a Durazno.
No era el caso de una gran parte de los duraznenses, quienes al principio miraban con recelo la convocatoria, según recuerda el entonces secretario general de la Intendencia de Durazno, Juan José Bruno. La imagen de una horda de adolescentes y jóvenes, abrazados, cantando y gritando, con alguna bebida espirituosa en mano, provocaba miedo en algunos locatarios. Miedo que se fue evaporando a medida que se relacionaban con ellos.
Así lo recuerda Myriam, quien vivía en ese entonces junto con su esposo Ricardo, a unas cuadras de la Plaza Sarandí, frente al Estadio Silvestre Octavio Landoni, en el centro de la ciudad. Luego de cruzarse a varios jóvenes e intercambiar algunas palabras con ellos, decidió darse una vuelta el sábado de tarde por el evento. La pareja acababa de comprar un terreno a las afueras de Durazno, justo enfrente de la entrada al Parque de la Hispanidad.
La imagen del collage de carpas que cubrió a la ciudad y sus alrededores quedó marcada a fuego en la memoria de Myriam, Josema y Andrea. Las cuatro plazas con las que cuenta la ciudad atravesada por el Río Yí, el camping y cualquier tipo de terreno que se prestara -incluido el de Myriam, con su ubicación privilegiada-, se transformaron en hospedajes transitorios para el público del festival.
La superpoblación repentina evidenció falta de previsión en la cantidad de comida y baños disponibles. Los almacenes se vieron desabastecidos, los baños públicos saturados y no quedaba otra que apelar a la bondad de los dueños de casa. Myriam cuenta que lo único que no le gustó de la convivencia con la multitud fue que muchos hicieran sus necesidades al aire libre, en la plaza, pero trata de justificarlos diciendo que no tenían otra opción. Por su parte, Andrea tiene el recuerdo grabado de la calidez con la que la recibieron en Durazno: “Nos dejaban usar sus baños, sus cocinas para calentar agua o nos daban algo que tuvieran de comer”.
Ella experimentó de primera mano una muestra de solidaridad duraznense después de la primera noche. A oscuras, todavía bajo efecto de la adrenalina desatada por horas de rock en vivo y tormenta, llegó con sus amigos al camping donde se habían instalado y se encontraron con que debían ser evacuados. La lluvia que había caído sin cesar durante horas hacía inviable acampar en la zona. Recuerda que caminaban “bajo lluvia, de madrugada, con la carpa armada y llevándola entre las cuatro para llegar a los lugares disponibles que había en la cancha de básquetbol”. Al día siguiente, los casi 200 peregrinos del rock que habían sido reubicados amanecieron con café y tortas fritas para desayunar, cortesía de los dueños del Club Atlético Wanderers que abrió las puertas de urgencia para hospedarlos.
De un día para el otro la población del departamento casi se duplicó. Durazno le dio la bienvenida al rock a pesar de la lluvia, de la situación económica del país recién atravesado por la crisis del 2002 y la incertidumbre en torno a la concurrencia que tendría el festival. Bienvenida a la juventud congregada. Bienvenida a todos quienes quisieran formar parte de la historia. Bienvenida al show. Como la canción de Hereford que se escuchó el primer día y, desde entonces, se convirtió en el himno indiscutido del Pilsen Rock.
Pogo
Lluvia, relámpagos, truenos y barro. Mucho barro. Lo que antes era pasto ahora no es más que una superficie marrón y viscosa. Los brazos sobresalen de la aglomeración, algunos revolean remeras mojadas con fuerza en cada canción. Miles de cabezas parecen moverse al unísono de arriba a abajo en cada salto. Algunos cuerpos sentados a hombros de otros. Banderas de las distintas bandas flamean sobre el público. Entre ellas, la uruguaya.
El infaltable salto en masa se hace presente. Ese momento al que muchos le llaman pogo, pero que, sobre todo, es la forma que el público tiene de expresar las emociones que emanan de una escucha colectiva. Una forma de ser parte de algo superior que se manifiesta durante la mayoría de los toques. “Hay que saltar”, canta Trotsky Vengarán y el público responde. Y lo hace con especial énfasis cuando aparece la banda local, Graffolitas, en el escenario
Graffolitas sale a tocar bajo agua y rayos. El público aplaude y reacciona a todo lo que la banda locataria hace. Entre el tumulto y pese al mal clima, están los padres de Roberto Colina apoyando orgullosos a su hijo baterista en este gran paso. Llevan consigo un paraguas grande y llamativo, que destaca entre la muchachada. Un grupo de jóvenes rodean a la madre de Tito y, de una forma muy cortés, uno de ellos le consulta: “Doña, ¿es usted la que está vendiendo?”. La situación se vuelve a repetir varias veces hasta que caen en la cuenta de que la madre de Tito sostenía un paraguas parecido al de un vendedor de marihuana que andaba por la vuelta.
Además de esta anécdota que todavía hoy le causa gracia a Tito y su familia, él recuerda con nostalgia su actuación, para la que trabajaron durante mucho tiempo. El baterista duraznense afirma ser quien acertó, en primer lugar, que iban a llegar a los 30.000 espectadores. La producción del evento y la Intendencia de Durazno lo veían poco viable, pero al final, Tito tenía razón. El festival fue un espaldarazo a la carrera musical de Graffolitas y, si algo les sorprendió del público, fue la apertura para escuchar nuevas bandas como la suya, integrada por Claudio Piquinela, Nicolás Bessonart, Robert Chabat, Gonzalo Pombo y Tito Colina. Un grupo de artistas que vieron el efecto que tuvo el Pilsen Rock en los Premios Graffitis 2003, cuando recibieron la mención al artista del interior.
Distorsión, luz y catársis
Josema asegura que la coyuntura social y económica del país explica, en parte, la gran concurrencia que tuvo el festival. Un festival que parafraseó el tema de No te va a gustar: en un momento donde todo estaba oscuro luego de la crisis del 2002, el primer Pilsen Rock fue como un oasis en medio del desconcierto y de un temporal eléctrico durante el que brilló el alma de los rockeros.
Los jóvenes de comienzos de los 2000 cargaban con un cúmulo de sentimientos que brotaban de las injusticias, las pérdidas económicas, de amigos y familiares que se iban al exterior en búsqueda de una mejor vida, además de la incertidumbre de qué les iría a suceder en el futuro. Lo que estaba claro era que la música tropical que dominaba la escena en la década de los 90, ya no respondía a lo que necesitaban escuchar. ¿La respuesta? El rock.
Andrea cree que se trató de una generación que encontró en el rock “la rebeldía y la respuesta a muchas cosas”. Josema asegura que incluso “a partir de 2003 el rock tomó más fuerza”. El Pilsen Rock de 2003 dio el puntapié inicial para que este género musical. que estaba comenzando a profesionalizarse en el territorio uruguayo, creciese de forma exponencial.
Para repetirlo, según Juan José Bruno, solo hace falta “que un privado gestione el evento, juntar los auspiciantes con la Intendencia, y que en el organismo haya gente que esté de acuerdo con la realización del evento”. Pero Tito Colina, Josema Caraballo y Andrea Bertino coinciden en que aún así, no sería lo mismo. Incluso las siguientes ediciones pudieron superarlo en cantidad de público o variedad de las bandas, pero no fue lo mismo. La suma de la situación económica y política, la notoriedad que estaba cobrando el rock uruguayo y lo que Andrea atribuye a la presencia de “poca o nula tecnología, donde nada era grabado y todo era vivido”, hizo de este Pilsen Rock un evento irrepetible.
Tito intenta ponerlo en palabras cuando dice que “había una especie de concordancia o sentimiento de que todo transcurriera sin problemas, pero sin pedirlo, era como un acuerdo masivo intuitivo”. Josema asegura que todo transcurrió en paz y, al menos él, no recuerda ver que la Policía tuviese que actuar. También destacó el hecho de que cohabitaban hombres y mujeres, de distintas edades, con o sin niños, con el mismo fin de disfrutar de la música nacional. Una energía única que hacía que todos estuviesen divirtiéndose en “un clima de paz y alegría” como recuerda con nostalgia Andrea.
Entre saltos, barro, lluvia, distorsión, cerveza, carpas, banderas, a metros del Río Yí y la ruta 5, ante la mirada y con la colaboración de los duraznenses, hubo un acuerdo tácito para marcar la historia del rock nacional.
¡Buenísimo y muy interesante! Felicitaciones, Mariana, gran manera de homenajear a este emblemático festival.