Descartes y el genio maligno
En la página web “Esta persona no existe” aparece automáticamente, desde diciembre 2018, la foto de alguien, o mejor dicho, la composición de una computadora que genera una imagen cada 5 segundos. De hecho, si ahora actualizás el navegador, te dará otra imagen nueva. Algunas son increíblemente logradas. ¿Cómo se logran? Por medio de un sistema de redes que están en competición y a la vez aprenden: una red generativa que produce la imagen y una red discriminativa que distingue las imágenes reales de imágenes falsas. Es decir, hay dos sistemas jugando uno con el otro para ver si logra engañarlo, como si la carrera entre los replicantes y los detectives de Blade Runner se esté dando de manera virtual.
En la actualidad, también bajo el mismo modelo de generadores y discriminadores, existen sistemas que poniendo tan solo unas pocas líneas terminan generando un ensayo casi irreconocible para un software anti-engaño y más aún anti-plagio. De esta manera, uno podría crear en poco tiempo y con bastante facilidad una identidad falsa que genera contenido de calidad con la ayuda de la inteligencia artificial.
Todo esto está dentro de lo esperable, pero también se ha dado una evolución mayor desde 2018 con Deep Fake. Ya no solo son noticias falsas, sino que ahora son videos falsos. Utilizando esa misma tecnología se han generado videos con las caras de famosos, que nadie puede identificar como falsas. Este fenómeno se viralizó en parte cuando aparecieron los videos pornográficos de ciertas celebridades. Para tomar conciencia de las implicaciones del Deep Fake, Jordan Peele realizó un video controlando a Barack Obama.
Estas tecnologías hacen que sea cada vez más complejo poder comprender la distinción entre la realidad y la mentira en las redes. Indirectamente, el desarrollo de la IA nos trae de nuevo al problema de la filosofía: la distinción entre la apariencia y la realidad. El origen de la filosofía y del pensamiento implica el hecho de adquirir un método, un camino que atravesamos para alcanzar cierta seguridad por el conocimiento que adquirimos. Parménides, en su famoso poema sobre el ser, nos dice que hay tres caminos, el del ser (por el cual sabemos que el ser es, y podemos avanzar un poco más), el camino del no ser (y podemos afirmar que no es, y no podemos decir nada más), y finalmente el camino del ser y el no ser… ese mundo de apariencias por el que nos vemos envueltos en la fragilidad del saber. Desde que Parménides inauguró la pregunta por las vías del conocimiento, todo pensamiento tuvo que ver con la forma en la cual distinguir la apariencia de la realidad.
Quizás el pensamiento más famoso dentro de la cultura popular en este sentido es la tesis de Descartes, quien en sus Meditaciones metafísicas buscó la manera de superar esa tensión entre la apariencia y la realidad, la diferencia entre el sueño y la vigilia. Descartes entiende que el método tiene que evitar sacar conclusiones apresuradas, afirmar grados de certezas exagerados para el nivel de fundamentación que tenemos para ello. Pero todo esto no tendrá sentido si existe un genio maligno, alguien que nos confunde. Es decir, si la fuente primera o el fundamento último de nuestro conocimiento es alguien que se está divirtiendo con nosotros para así confundirnos, sería imposible superar la confusión de los sentidos al menos, y solo me quedaría la interioridad –una solución parecida a la de Parménides de alguna manera-: el genio maligno me podrá engañar sobre mi percepción, porque a fin de cuentas la percepción está basada en la confianza en los sentidos, pero, para Descartes, la conciencia es otra cosa.
Descartes nunca creyó en la existencia de tal Genio, sino que tan solo lo lo propuso como una forma de extremar la duda posible y encontrar una evidencia incontrastable. Lo que nunca imaginó es que los hombres podríamos crear nuestro propio genio maligno. El problema de las “noticias falsas” está llegando a tal punto que exige un compromiso con el método mucho mayor. Exige leer con atención y ver hasta qué punto eso que estamos leyendo es digno de confianza. Hasta no hace mucho tiempo, la falsedad de una información podía ser hija del engaño o también de la manipulación. Sin embargo, ambas cosas exigían mucho esfuerzo. El engañador debía tener ciertas cualidades, porque la mentira no engaña en tanto que mentira, sino en tanto que tiene apariencia de verdad. Y he allí el gran sentido del método.
Hoy, se puede ser cómplice del engaño sin el más mínimo esfuerzo. Uno comparte, reenvía, retuitea alguna información con tan solo un clic, sin haber leído siquiera el texto. Pero esto sería un mal menor, si no fuera que ya hemos conseguido hacer de la inteligencia artificial nuestro genio maligno. El riesgo de perder criterios de distinción entre realidad y apariencia es que terminamos por renunciar a la realidad. Y esto nos deja con Descartes y Parménides, encerrados en la propia mente.