Marcelo Filippini: el tenista que recuerda los partidos ganados a la vida
Marcelo Filippini es extenista profesional. Ganó cinco torneos de la Asociación de Tenis Profesional (ATP) en individuales y tres en dobles y fue abanderado uruguayo en el desfile inaugural de los Juegos Olímpicos de 1996. Fue el único tenista masculino uruguayo en llegar a instancias de cuartos de final en un torneo individual de Grand Slam y fue participante fundamental del Equipo de Copa Davis de Uruguay. Aunque los trofeos de sus mejores partidos se paran en la vitrina del Lawn Tenis en Montevideo, Filippini se acuerda de los partidos que le enseñaron a ser quién es y no necesariamente los que lo llevaron a la fama.
Sabía que podía perder pero no sabía que perdería. La pelota cruzaba la red y erraba en los saques. Jugaba solo, sin entrenador. Su oponente jugaba con el entrenador hablándole al oído. Ya le habían cobrado un warning, no intencional, en los primeros sets. El enojo, la rabia y la frustración venían en aumento en aquel partido de juveniles de Roland Garros en 1984. Marcelo Filippini (1967), tiró una pelota a la calle y pasó muy cerca del juez. “Ahora sí que me podés cobrar un warning”, le gritó. Cuando le dio la espalda para volver a su lugar escuchó en el altoparlante las palabras “penalty, ball abuse, game”, y supo que había perdido el partido.
Cruzó la cancha con los championes manchados de polvo de ladrillo y se metió en el vestuario. Se sentó, enfriando las emociones, y enseguida escuchó un acento colombiano que se dirigía a él. “Niño, usted juega muy bonito con la pelota, pero si no se calma un poco, usted no va a poder jugar”, le dijo el entrenador del tenista español Emilio Sánchez Vicario que estaba viendo el partido.
Nunca tuvo un gran maestro. Marcelo aprendió a ser un tenista profesional siéndolo.
Es un gaje del oficio controlar las emociones para poder ser un buen jugador. “El quinto set se gana a inteligencia”, según Marcelo. Y la inteligencia emocional es algo que le dio el “tener mundo arriba” y la vida misma. Cree que la suerte se la hace uno y, probablemente, por eso no tenga cábalas ni amuletos para sentirse seguro en los partidos.
Hasta los 16 años vivió en Carrasco, un barrio al este de Montevideo. Vivió en Bolivia y Boston, en Quiroga y Córcega, en Miami y Lieja, calles típicas del barrio. Haber vivido ahí es tan típico como haber ido en bicicleta al Christian Brothers, un colegio privado, e ir al Lawn Tennis, un club deportivo.
-¿Qué hacías cuando no estabas en el colegio?
–Siempre en el Lawn Tennis, siempre.
En el fondo de su casa, largo y flaco, había un paredón en el fondo donde jugaba al frontón y al fútbol con su hermano. No importaba qué juego fuera, importaba que se jugara con una pelota. Por eso, cuando eran unos niños, llegaban del colegio, tomaban la leche y salían para el Lawn Tennis. Su madre, Mabel, trabajaba en la boutique del club así que la tenían ahí todo el tiempo.
Marcelo empezó a jugar al tenis para el Lawn en torneos alrededor del país. Desde los 11 años, prefirió el tenis antes que el fútbol porque no dependía de diez jugadores más y un técnico. Al tenis podía jugar solo, con mayor libertad.
Cuando llegó a primero de liceo supo que no quería estudiar más. Sus padres lo mandaron al psicólogo.
-¿Qué le dijo el psicólogo a tus padres?
-Que no estaba loco y que quería dedicarme al tenis profesional.
Entonces, a los 16, viajó solo a Europa a jugar torneos. Llegó a Amsterdam, se bajó en un aeropuerto enorme donde se hablaba un idioma que él no entendía y, de alguna manera, logró subirse al tren que lo llevaría a Viena. Jugó en casi todo Europa, pero perdió todos sus partidos. Marcelo había desaparecido en todas las primeras rondas a nivel internacional.
Cuando se le acababan los dos meses de torneos, en su casa ya estaban instalados los problemas económicos. Pero, en mayo de 1984, Marcelo sabía que no tenía nada que hacer en invierno en Montevideo. Su padre le había mandado 120 dólares para que terminase de pagar deudas pero decidió pagarlas vendiendo raquetas y championes ya empolvados.
Cambió su pasaje para el mes siguiente y viajó a Londres. Recién en ese momento le avisó a su familia de su cambio de planes y siguió jugando ahí. Cuando terminó el mes, volvió a Montevideo con un poco de dinero ganado en sus torneos y ya nunca dejó de viajar. A partir de ese momento se dedicó al tenis profesional, viajando por temporadas, sin dudarlo ni un segundo.
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En cancha de cemento, Marcelo siente que puede perder contra cualquiera. En cancha de polvo de ladrillo, siente que puede ganarle a cualquiera. No tiene, y nunca tuvo, un saque fuerte, su movilidad y adaptación es diferente en cada cancha. Porque en Europa es más común jugar en polvo de ladrillo, Marcelo tendió a ir más para allá que para Estados Unidos, donde se juega en cemento.
En 1988, ganó su primer torneo de primer nivel en individuales, en Bastad, y su primer torneo de dobles en Palermo.
Su base estuvo siempre en Montevideo, pero también tuvo la suya en Europa. Cuando tenía 19, se fue a París a jugar torneos y se hospedaba en la casa de un uruguayo. Se quedaba con todo lo que ganara Marcelo a cambio de alojamiento y comida. Iba a estar ahí cinco meses. Cuando se cumplieron los primeros quince días de su estadía, le pidieron que se fuera porque la mujer del uruguayo que lo hospedaba no quería seguir teniendo gente en su casa.
Entonces, con 230 dólares en la billetera, invitó a jugar un partido de tenis a un francés de su edad con el que se había conocido hacía unos meses. Su nombre: Laurent. No había pasado más de tres horas con él, pero le consultó si podía hospedarse con él y con sus padres durante un mes. Le dijeron que sí y esa pasó a ser su familia, y su base europea.
Marcelo ganó un amigo y un hogar. Prefirió, toda su vida, dormir en una cama deshecha entre nueve perros que ir de hotel en hotel. En París, aprendió a hablar francés, a saltar el metro para no pagarlo y a festejar sus partidos ganados con Loren en Champs Elyseés comiendo Mc Donald´s, jugando a las maquinitas y yendo al cine.
Habiendo llegado a ser parte de los mejores treinta jugadores del mundo, en 1990, el día después del partido para Marcelo es bastante tranquilo. Haya ganado o perdido, suele implicar habitación de hotel, televisión, room service, y más entrenamiento. “La carrera te enfría, me moderó a un punto medio”, dice.
Se casó. Tuvo dos hijos. Compró una casa en Carrasco y ayudó a sus padres y a sus hermanos. De joven, tuvo varias novias pero ninguna lo suficientemente importante como para hacerlo irse a vivir a Europa. Ahora, adulto, no le gustaría fracasar en el matrimonio.
En el 2000 se retiró oficialmente del tenis profesional. Prefería retirarse él antes de que lo retirara el ranking, sabiendo que a los mejores veinte ya no llegaría. Jugó su último partido en el Lawn Tennis contra Nicolás Lapentti, un tenista ecuatoriano amigo suyo que en ese momento estaba noveno en el mundo. Le preguntó si necesitaba ganar y Marcelo respondió que no. La tribuna estaba llena. La mayoría eran amigos, familia y conocidos. Perdió contra Lapentti y estuvo tranquilo. Fue el final de alguien que sabe quién es y quién fue para el tenis uruguayo.
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En el 2014 cruzaba el corredor de la copa Roland Garros con su hijo. Había ido a ver el torneo e intentaba pasar entre las treinta mil personas que por ahí caminan en época de partidos. Le pasó por al lado un hombre mayor y cuando cruzó miradas con él, le preguntó:
-¿Filippini?
-Sí.
-Yo vi tu partido con Pioline en la Central Roland Garros. Fue uno de los mejores partidos que vi en mi vida.
-Claro, el del 98.
Asintió y siguió con su camino.
Para Marcelo, sentir que perteneció a los grandes del tenis, es el trofeo más grande.
Excelente tu nota Federica,me gusta el estilo de relato! Gracias! Y muchos exitos en tu carrera!
Me encanta el estilo cómo está escrita esta nota. Atrapa realmente