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Consumismo: de “atentado ideológico” a “necesidad legítima”

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Fotografía: vintag.es


La “aniquilación de los burgueses” fue una de las banderas propagandísticas de la revolución rusa de octubre de 1917. El terror se expandió a la brevedad: se produjeron linchamientos en la vía pública, asaltos y ocupación de propiedades. Hechos vandálicos legitimados por el naciente Estado que proclamaba la “guerra a los saqueadores”, a los que antiguamente habían saqueado al pueblo. El burgués era retratado de egoísta e individualista, un personaje focalizado en el goce de su vida y en su deseo de adquirir más y más bienes sin importarle la miseria ajena. Un sujeto carente de responsabilidad social, a la vez, encarnación del mal de la humanidad. No obstante, la revolución anti-burguesa no condenó la herencia, un legado del antiguo régimen que ni la revolución francesa destruyó.


La revolución rusa de octubre no sólo combatió a los sujetos-burgueses, sino que también se dirigió a sus actitudes y conductas culturales. Un “bolchevique puro” no podría comportarse como un burgués, debía ser un baluarte de virtudes y un espejo para su comunidad. El sacrificio, la austeridad, el despojarse de todos los placeres que significaran espíritu de posesión, el desarraigar cualquier sentimiento que lo llevara a pensar en su propia felicidad eran ideales supremos. En definitiva, un bolchevique era un “ser más elevado”. El historiador británico Orlando Figes cuenta que la vestimenta simple y sin adornos suntuarios -léase maquillaje, perfumes- era símbolo de renuncia a hábitos “pequeño burgueses”. Su vida privada también debía ser fiel a la estética pública, por ello en los primeros tiempos vivían sencillamente y sin bienes lujosos, sus casas debían ser fieles al “estilo proletario”.

Pasado el fervor revolucionario, los hábitos cotidianos de los comunistas mutaron. Figes narra que pasaba a ser irrespetuoso y vergonzoso no cuidar de la etiqueta y de la higiene. Por ejemplo, se promocionaba el maquillaje para las mujeres y el afeitado para los hombres. En paralelo se abandonaba la obsesión de la austeridad y se daba paso a “vivir la vida”, en la lógica de que el “comunismo no era privación” sino una vida más rica y feliz para todos. Mejoraron los registros civiles y ya no era un atentado ideológico celebrar con pompa un matrimonio. La realidad fue que unos pocos, los que estuvieron cerca del círculo estrecho de poder y del partido, disfrutaron de los privilegios, de los gustos caros y de los pasatiempos lujosos. El resto, la mayoría, se conformaba con sus “cartillas de racionamiento” y unos servicios públicos inclusivos –educación, salud y transporte- pero deficientes. En palabras del comunista León Trostky, exiliado y perseguido por Stalin, una vida “miserable socializada”. Mientras algunos sobrevivían en granjas colectivas, apartamentos comunales o gulags, unos pocos disfrutaban de sus dachas, casas de “fin de semana”. A pesar de la pobreza extendida, el moscovita podía subir al metro y sentirse en un increíble Palacio obrero-democrático.

Comunismo y consumismo dejarían de ser incompatibles, por lo menos para la cúspide del partido, y no sería un “atentado ideológico” adquirir bienes materiales. La retórica oficial se encargaba de legitimarlo por su coherencia con el materialismo del marxismo. Ya había explicado Karl Marx cómo las “necesidades son históricas”, y el comunismo no era ajeno a su tiempo y a sus nuevas necesidades, por ejemplo, electrodomésticos para “liberar a la mujer de las tareas de la casa”. No obstante, estos “nuevos burgueses comunistas” eran sujetos de distinto tipo a los del pasado, ya que trabajaban por el “bien común y felicidad de la sociedad proletaria” y eran “obedientes y leales a los mandatos del partido y el Estado”. No obstante, la inmensa mayoría de los “hombres soviéticos” vivían su pobreza con dignidad, sentían la protección y paternidad de un gran Estado, así lo recoge Svletana Alexievich en cientos de relatos. Tiempo atrás, Nikita Kruschev proféticamente había sentenciado que el triunfador de la guerra fría sería aquella potencia que lograra una mejor calidad de vida para sus ciudadanos. El comunismo no la alcanzó, y el espacio post-soviético transitó al capitalismo salvaje donde muchos pobres, de ayer y de hoy, añoran con nostalgia ser parte de “una patria socialista”, en la que por lo menos ocupaban un reconocimiento digno y un lugar privilegiado en la propaganda política y cultural, no así en la vida cotidiana y real.

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