Browse By

Escondido en el patio

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterShare on LinkedInPin on PinterestEmail this to someone

Fotografía: Delfina Milder


Entró a la casa como si fuera la primera vez. Caminó despacio hacia el estar, procurando no hacer ruido. El ambiente tenía un olor dulce, cálido, distinto al que esperaba encontrar.


Le costaba mucho entrar a la casa de otros por primera vez, ya que para él, el olor de un hogar definía su relación con quienes lo habitaban. Si no le gustaba, hacía lo posible para irse cuanto antes y no tener que volver. Cientos de veces se había preguntado cuál sería el olor de su apartamento, ya que por supuesto, al ser suyo, no podía distinguirlo. Como pasa con casi todo lo que le pertenece a uno. Pero esta casa había sido suya una vez, y de su familia toda la vida. Él se había mudado hacía años, poco después de que transformaran el garaje en un taller. Su padre era mecánico, y le había parecido buena idea vender el taller que tenía afuera y trabajar desde su propio garaje. Ya estaba viejo y prefería arreglar los autos de otras personas viejas, como él.

Ahora, parado en el medio del living, se preguntaba si el olor de la nafta y el metal soldado habrían influido en su decisión de irse. En su momento no lo había analizado tanto, simplemente dejó su barrio como cualquier chico de 20 años. Se mudó al centro de la ciudad, donde consiguió un puesto aceptable en una empresa del puerto, y el sueldo le alcanzaba para un apartamento también aceptable. Volvía a casa en Navidad, se aseguraba de que sus padres estuvieran bien, ayudaba a su madre con la excesiva cantidad de comida que preparaba en nochebuena aunque fueran solo ellos tres. Hablaban de la situación del país, de las importaciones, de autos chinos. Sus padres le preguntaban cómo iba el trabajo, él les contestaba que bien. A veces iban a visitarlo el día de su cumpleaños. Pero se llamaban por teléfono una vez cada 15 días, con eso era suficiente para amortiguar cualquier tipo de culpa que la distancia les hiciera sentir.

El color de la luz sobre las paredes amarillentas, la madera gastada de los muebles y el mantel tendido sobre la mesa principal daban la impresión de que alguien iba a traer una torta recién horneada en cualquier momento. Se sentó en la mesa y de repente tuvo antojo de duraznos, de una torta de duraznos. En ese momento era ajeno a todas las conexiones que hacía su memoria a sus espaldas. Trató de invocar otros olores, pero ahora solo recordaba el aroma dulce de la torta, la que siempre hacía su madre para los cumpleaños y todos los 24 de diciembre por la tarde. A veces se le quemaba un poco, y era cuando a él más le gustaba. Sintió en su imaginación el olor de la torta apenas quemada, pero el recuerdo de los ruidos del garaje y el olor a nafta irrumpieron en su memoria.

Hacía apenas una semana había hablado con su padre por teléfono. La misma conversación de siempre. El garaje, el puerto, las importaciones. Sin embargo, el recuerdo vívido más reciente que tenía de su padre no era esa charla, sino la última Navidad. Se había sentado en la cabecera de la mesa con el mameluco puesto y los dedos llenos de la grasa negra de los autos. A su madre parecía no llamarle la atención. No le pidió que se vistiera ni que se lavara las manos. Quizá, de un tiempo a esa parte, su padre había decidido que era más cómodo comer primero y bañarse después. Aunque fuera Navidad. Él no dijo nada al respecto. Nunca habían hablado más de lo necesario. Cuando él era chico, hablaban de autos. Cuando creció, también. Esperaron los fuegos artificiales entre bostezos, sentados en sillas plegables en la vereda. Solo después de ver estallar colores en el cielo, la expresión de su padre cambió. En su cara no había exactamente una sonrisa, pero la seriedad con la que había comido hacía unos minutos, y con la que había vivido toda su vida, desaparecía en lo que duraba aquel espectáculo. A las 12 y media, se bañó y se fue a dormir.

El antojo por aquella torta aumentaba. El bizcochuelo suave, el piso crocante y los duraznos perfectamente cortados, decorándolo todo. En el patio había un duraznero que vino con la casa cuando sus padres la compraron, mucho antes de que él naciera. Su madre solía decir a las visitas que el secreto de sus tortas estaba escondido en el patio. El fondo de la casa estaba al final del pasillo, atravesando la cocina. Respiró hondo una vez, se tapó la nariz y con la determinación de quien salta a una piscina, atravesó la casa. El olor a nafta le entraba por los poros. A medida que avanzaba, la pared amarillenta se volvía gris. Los cuadros del pasillo eran escombros en el suelo. Parado en el marco de lo que había sido una puerta, recorrió el patio con la mirada y distinguió, entre tanto gris, un montón de esferas negras, el secreto bien guardado de su madre. A su lado, la colilla de un cigarro, el secreto mejor guardado de su padre.

Share on FacebookShare on Google+Tweet about this on TwitterShare on LinkedInPin on PinterestEmail this to someone

2 thoughts on “Escondido en el patio”

  1. yada leal says:

    increible..me gusta..mucho

  2. Mirta Machado says:

    Muy bueno!!!! TQM

Responder a yada leal Cancelar respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *