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Los nietos del Leviatán: una batalla fratricida

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Fotografía: Reuters


Las claves del auge de la extrema derecha en Europa


2017 ha sido un gran año electoral para los partidos de nueva derecha europeos. El Front National se posicionó como segunda fuerza política en Francia, llegando a la segunda vuelta; el Partido por la Libertad holandés también obtuvo un segundo puesto electoral; el FPO (Partido de la Libertad de Austria) obtuvo la tercera posición con apenas un escaño menos en el parlamento que el Partido Socialdemócrata austriaco; Alternativa para Alemania conquistó un 12% del caudal electoral.

Los resultados electorales de este año reafirman una tendencia que no es nueva: en 2015, Amanecer Dorado, partido griego con claros tintes fascistas, logró el tercer lugar en las elecciones parlamentarias de Grecia. Además, los aún frescos triunfos del Brexit y Donald Trump en 2016 se suelen relacionar con esta corriente neoderechista. ¿Qué está posicionando a la nueva derecha con tanta fuerza?

Muchos, incluyendo conocidos académicos como Roger Griffin o Pierre André Taguieff, acusan a estos partidos de ser una reedición del fascismo. ¿Cómo es posible que en una Europa que continúa culpándose de los excesos de esa ideología la nueva derecha crezca de manera sostenida?

Quizá podemos encontrar una explicación en la versión original: el fascismo. La ideología fundada por Mussolini se presentó como una reacción tanto al liberalismo como al comunismo, aunque poseyendo varios puntos de encuentro con la veta totalitaria de este último. De esta forma, el Estado moderno vio nacer a su segundo hijo, un producto de su avance desmesurado que moldea a los hombres para su adoración, volviéndolos estatólatras. Los fascistas y los comunistas no fueron constructores del Estado, sino constructos de un Estado extralimitado en sus funciones.

Aun así, ambos lucharon sin cuartel primero en las calles y después en el campo de batalla, desde el comienzo de la operación Barbarroja en 1941. Aunque la dupla perseguía la meta común de subyugar al individuo bajo el culto al Estado, se conducían discursivamente en términos antagónicos, apuntando al mismo público objetivo: las masas populares.

De esta forma el fascismo se alimentó de todo aquello que veía o señalaba como debilidades de los comunistas, por ejemplo, su vocación radicalmente igualitarista o su espíritu internacionalista, para aumentar su base popular absorbiendo descontentos con el liberalismo, que no aceptaban al comunismo. Y así se construyó a partir de victorias decisivas dentro del sistema republicano, del cual luego se desharía.

Pero los años pasaron, la Segunda Guerra Mundial borró al fascismo de la faz de la tierra y la caída del Muro de Berlín dinamitó la utopía comunista. Con el paso del tiempo, sin embargo, una nueva generación, los nietos del Leviatán, tomaron algunas banderas del comunismo primero y del fascismo después, como si se estuviese iterando un orden histórico perpetuo “comunismo-fascismo” generando nuevos espacios políticos.

El primero de estos retoños es el progresista, que toma aquello que le agrada del marxismo y lo absolutiza, pretendiendo imponer su visión desde los resortes de un Estado cuyas competencias se amplían de manera constante. Su proyecto político responde a una fusión de contradicciones, cuyo objetivo final es destruir los remanentes de la modernidad, de ahí que se vea forzado a disimular estas contradicciones por medio de eufemismos, para así presentar un conjunto de ideales “coherentes” y en apariencia constructivos. Por tanto, “interrumpe voluntariamente el embarazo”, porque “es su cuerpo y hace lo que quiere con el mismo”, de esta forma niega la humanidad del otro, mientras aboga por el reconocimiento de “los otros”, aquellas minorías que la modernidad en teoría no reconocía. En esta misma línea, el progresista alza los Derechos Humanos como valores universales, a la vez que los matiza con una “defensa cultural” al mundo musulmán, levantando pancartas contra la violencia de género, pero justificando actitudes misóginas musulmanas por cuestiones culturales, y se vale de la etiqueta de racista o fascista como moneda corriente contra todo aquel que pretenda realizar una defensa anti-relativista de los valores occidentales.

Este vengador de la posmodernidad cuenta con potentes armas retóricas que ha creado para poder jugar el papel de paladín de la justicia, por ejemplo, las ya mencionadas etiquetas y la “corrección política”, que oficia en términos orwellianos como una “policía del pensamiento”, encarcelando a aquel que se resiste a ser homogeneizado, no a fuerza de fusil, sino bajo amenaza de aislar socialmente al “transgresor”. Mientras que, por otra parte, el progresista se ha apropiado de ciertas banderas que, por su naturaleza semántica, son muy complejas de cuestionar sin ser víctima del maniqueísmo ideológico característico de los populismos y que refuerzan su papel como defensores de todo lo bueno. Términos como justicia social, equidad o integración son difíciles de cuestionar sin que inmediatamente se manifieste la acusación explícita o tácita de ser un injusto social, un inequitativo o un desintegrador social.

Pocos se atreven a ser villanos en un discurso ya estandarizado, no solo por los actores políticos locales, sino por las instituciones políticas internacionales. Por lo tanto, la oposición, llamémosla “derecha”, se ve forzada a aceptar las reglas que le impone el progresismo, irónicamente como verdad universal (recordemos que el progresista no admite universales), convirtiéndose, de manera consciente o inconsciente, en “centro derecha” o lo que se podría denominar “derecha descafeinada”. Al igual que el café privado de cafeína guarda un parecido con la verdadera infusión, pero no posee su esencia, la derecha descafeinada dice ser, pero en esencia no responde a ninguna manifestación clásica de la derecha: ni a los liberales, ni a los que Eric Hobsbawn llama “conservadores de viejo cuño”. Mientras los segundos suelen ser acusados de fascistas y de esta forma invalidados en sus manifestaciones, los primeros fueron forzados a retroceder en el terreno europeo debido a las directivas estatistas impuestas por el plan Marshall después de la Segunda Guerra Mundial, exportando un keynesianismo que, según Hirschman, se convirtió en el pensamiento casi hegemónico, a través de la instalación del Estado interventor en las economías europeas beneficiarias de dicho plan.

Este Estado interventor o, de acuerdo a su más amigable eufemismo, “de bienestar” sentenció la viabilidad del liberalismo como proyecto político, ya que el retorno del libre mercado implicaría un retroceso del intervencionismo, con la consecuente pérdida de los derechos de segunda generación, ahora asegurados supuestamente de forma gratuita por el Estado.

Bajo el panorama actual, se logra el clima perfecto para el cultivo de posiciones que enfrenten de manera radical el discurso único, dándole un lugar privilegiado a los discursos neoderechistas, lo que explica su creciente popularidad y cómo estos nuevos movimientos políticos van ganando seguidores, sobre todo en la juventud.

Con su discurso vehementemente opositor a la hegemonía cultural progresista, la nueva derecha puede capitalizar con facilidad el voto de los descontentos y opositores provenientes de cualquier parte del espectro político: todos los huérfanos del comunismo, el conservadurismo y el liberalismo. Y esto lo logra tomando diversas banderas de manera ecléctica. Así, por ejemplo, Marine Le Pen (líder del Frente Nacional Francés) se opone al aborto y al matrimonio homosexual, aunque permite homosexuales en su cúpula, o ataca a los musulmanes fundamentándose en la laicidad y abogando por un papel activo del Estado en la desarticulación de sus cuadros, mientras realiza guiños al pueblo católico, entre otras propuestas enfrentadas a los postulados progresistas. Apela como medio a un fuerte Estado interventor, pero sin cuestionar ciertas reglas de juego liberales, como la libre expresión y la democracia, y respalda el derecho de los ciudadanos de un Estado Nación a decidir sobre su gobierno.

La nueva derecha forma un cóctel donde todos son bienvenidos, menos los progresistas, logrando una imagen de “verdadera oposición” a los ojos de numerosos votantes. Pese a no ser del todo coherente, esta oposición al progresista es extremadamente efectiva ya que juega en sus mismos términos maniqueos. El líder de la nueva derecha toma el papel del paladín, el salvador de la etnia europea y así se dispone a dar batalla en un terreno donde el progresista acostumbra a jugar de local. Más aun, como nieto de Leviatán lo hace apelando a un papel más activo del Estado, aunque desde una perspectiva opuesta: defendiendo la moral tradicional, el antiigualitarismo y la identidad nacional, mientras rechaza la inmigración y busca reforzar el orden social.

La nueva derecha no es una reacción a los progresistas, pero sí atrae a todos los detractores de su avanzada, por un lado, contrastando su faceta antisistema con el discurso progresista/descafeinado, y por otro, ofreciendo una postura explícitamente antirrelativista, exaltando los valores de una determinada comunidad como referente absoluto.

En definitiva, los nietos del Leviatán se enfrentan enarbolando banderas radicalmente opuestas y muchas veces con poca cohesión interna. Cada uno lo hace desde su vereda, uno como portavoz de la postmodernidad y el otro como portavoz de sus detractores: de la resistencia moderna; uno exaltando el credo de la relatividad y el otro el de las verdades incuestionables. Pero ambos moviéndose con estilos similares y apelando al Estado como la solución final de todos los problemas.

A la nueva derecha no solo la impulsa una economía en receso, sino todas aquellas personas que buscan un respiro frente al relativismo moral casi hegemónico y no saben a quién más recurrir.

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2 thoughts on “Los nietos del Leviatán: una batalla fratricida”

  1. Celeste Silva says:

    Un gran artículo, claro y preciso. Felicitaciones al autor!!!

  2. Sebastián Ruiz says:

    Buen análisis del autor.
    El caso alemán y la “bienvenida al millón de refugiados sirios” creo que fue un gravísimo error de la presidenta Merkel. Además en Alemania había tal vez esa misma cantidad de inmigrantes indocumentados que vivían hace años en Alemania, hablaban el idioma y estaban integrados. Todos estos inmigrantes siguen ilegales. Muy mal manejo de la política inmigratoria en la UE. Ya una política laxa en las fronteras de los verdes permitió hace años que un millón de inmigrantes de los expaíses comunistas pasara a Alemania. Ese hecho fue la tumba del otora poderoso partido VERDE alemán.
    Curiosamente los partidos de ultraderecha en Alemania tienen más seguidores del lado de la extinta RDA comunista. En este país se paso del nascismo al comunismo sin más. En la RFA el nazismo fue cuestionado y enseñado en los planes escolares como parte d eun pasado tenebroso a no repetir. Incluso los saludos nazis o el negar el holocausto pueden ser penados con carcel en ese país. La inmigración es un fenómeno global pero siempre debe ser controlado, En primer lugar para no perjudicar a los propios inmigrantes que al quedar en situación irregular quedan expuestos a situaciones muy desfavorables. En segundo lugar nunca se puede descuidar a la población menos cualificada de cada país que son los primeros en ver amenzados sus puestos de trabajo por los inmigrantes. Como ex inmigrante que fui yo prefiero 200 mil inmigrantes documentados con todos sus derechos y pagando impuestos a 1 millón de precarios e ilegales inmigrantes con sueldos miserables y malas condiciones de vida.

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