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Preguntas, niños y filosofía

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Cuando se tiene la suerte de vivir junto a niños se recupera la experiencia de las preguntas sobre el mundo. En el niño las preguntas parten de lo que experimenta, y son genuinas porque en general carecen de prejuicio. Las preguntas de los niños a veces son incómodas, social u ontológicamente. Por eso han sido sujeto del humor, como el de los  Les Luthiers con su famoso La Gallina Dijo Eureka. Por no hablar de la pregunta “¿En verdad tu casa es una mansión?” hecha en una rueda de ministros al presidente Vázquez.


Las preguntas de los niños tienen tienen algo de filosóficas, porque la filosofía es esencialmente una forma de aprender a preguntarse, y preguntarse cosas es una manera de aprender a pararse frente al mundo. Por eso uno de los desafíos de la educación, ya sea institucional o familiar, es mantener viva esa relación del niño con las preguntas. ¿Por qué? Porque mantener una relación viva con las preguntas es mantener una vida activa en la búsqueda de la verdad.

Los niños se hacen preguntas porque están comenzando a comprender el mundo. Sus preguntas pueden ser hijas de la ignorancia o de la falta de empatía. Un niño no sabe que una persona se puede ofender si se dice algo determinado del aspecto físico de otro, y por eso de un modo desenfadado puede decir “mirá papá qué nariz tiene el señor”. No sabe que las palabras pueden ofender y es nuestro deber enseñarle eso. Pero, a veces, hacemos lo mismo con otras preguntas que no son ofensivas, pero nos incomodan. ¿Cuáles son esas preguntas? Las filosóficas, esas que cubren todo el arco del pensamiento occidental. Desde las preguntas que surgen cuando el niño ve la foto de los padres antes de que él naciera y plantea: “Papá, ¿dónde estaba yo cuando ustedes se casaron?”, pasando por las de contenido pragmático: “¿Para qué nos bañamos si después nos volvemos a ensuciar?” o “¿por qué tengo que pedir por favor?”, hasta las que se acercan al existencialismo: “Papá, ¿voy a morir?”.

Uno de los mayores peligros para los adultos es manipular al niño para que crea que esas preguntas son sin sentido y trasladarlo a un supuesto campo de preguntas con respuestas útiles. Muchas veces los padres ahogan esa búsqueda de los niños amparados en la presunción de que “lo vas a entender cuando seas grande” o “esas preguntas no tienen respuesta, por lo cual, no tienen sentido”. Así, se lleva a los niños a familiarizarse con otro tipo de preguntas que resultan o parecen más útiles e interesantes, pero que nos van quitando la habilidad de vivir junto a las otras preguntas, las existenciales, las que nos incomodan. El niño pierde familiaridad con esas preguntas, y comienza a creer que las únicas relevantes son las útiles, las que tienen una respuesta inmediata.

Pero las preguntas infantiles siempre vuelven, son esenciales, nos configuran en nuestra manera de ver el mundo, y ayudan a configurar una forma de dar sentido a todo esto que es la vida. Si perdemos la familiaridad con esas preguntas, cuando nos hacemos grandes carecemos de respuesta y, probablemente, ya no las entendemos o nos inquietan demasiado para formularlas. Así el niño y el filósofo mueren.

Muchas de esas preguntas siguen siendo válidas cuando crecemos: ¿de dónde venimos?, ¿qué somos?, ¿cuál es el sentido de todo esto?, ¿por qué nos morimos?, ¿a dónde vamos luego de la muerte?, ¿hay un infierno? Esas preguntas son las que nos enfrentan al problema real de la vida: podemos ocultarlas con alguna mentira o utilizarlas para pensar y buscar.

Pero si perdimos familiaridad con la pregunta, cuando vuelven a nuestra mente –porque siempre vuelven- nos aparecen como extrañas, insoportables, y entonces pueden destruir toda la arquitectura de nuestra vida. Toda la seguridad a la que nos acostumbramos con las preguntas de la vida cotidiana o profesional cae cuando un niño se nos acerca y nos pregunta: ¿para qué estamos en el mundo?

El desafío es no perder contacto con las preguntas, poder vivirlas en su tensión y en su profundidad. Abrirnos a la incertidumbre de la pregunta, con la misma libertad con la que los niños viven las preguntas. El poeta alemán, Rainer M. Rilke, explica en Carta a un joven poeta, que a diferencia de otras preguntas, las grandes preguntas no están para ser respondidas con premura. Necesitamos primero estar dispuestos a poder vivir las preguntas, guardarlas como un tesoro, como aquello a develar en la vida cotidiana. Y, quizás, en medio de nuestra vida vayamos notando gradualmente que estamos comenzando a responderlas.

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