Colores
Joaquín miraba el patio desde la ventana. Hoy, por algún motivo que no comprendía, le resultaba extraño verlo vacío, sin ningún niño corriendo por allí.
Los imaginaba, en ese preciso instante, sentados en sus bancos, ansiosos, conversando entre ellos esperando que llegase el recreo. El timbre sonaría y saldrían corriendo. Unos jugarían al fútbol, algunos a la mancha. Pero no había ningún pirata en el barco de madera ni ningún Suárez en la canchita de fútbol. Después de observar por un buen rato el patio vacío, le enojó aquella situación. Sentía que eso que estaba viendo no era un patio, sino otra cosa. No sabía qué. Pero un patio no era. Un patio tiene niños, y este no tenía ninguno.
Sonó el timbre y salió de la clase. El día estaba algo soleado, así que decidió ir caminando a su casa. No tenía ganas de esperar el bondi. Un compañero se le acercó y se ofreció a acompañarlo. Le agradeció, pero quería caminar solo. Las cuadras lo abandonaban, quedándose atrás. Pasó por una placita; allí había sentada una pareja anciana en un gastado banco rojo. Tomaban mate y charlaban mientras esperaban la noche. Siguió caminando. Sin darse cuenta, ya estaba en su casa. Entró y le sorprendió el frío que hacía dentro. Su madre miraba la tele en silencio. La saludó y dejó caer su mochila en el living. Al lado estaba el fuego luchando por mantenerse con vida. Le puso algunos palos, unas piñas y se tiró encima del sillón. Quería que el calor del fuego lo abrazase y no lo soltará más. Se quedó dormido luego de estar unos minutos ahí acostado, observándolo.
Unas horas después su madre lo despertó. Tenían que ir a visitar a Julieta al hospital. Abrió la reja, su madre sacó el auto y luego la cerró. Se subió y agradeció que el aire acondicionado estuviese prendido. Hacía frío y había salido de manga corta. El tránsito estaba lento, pero no tenían apuro. Vio, por la ventana empañada, cómo el gris le había ganado al celeste. El silencio duró todo el camino. No había mucho que decir.
Llegaron y subieron hasta la habitación de su hermana. Ya sabían de memoria el trayecto. Segundo piso y al final del pasillo. Entraron y allí estaba Juli, recostada en la cama, tapada hasta el cuello. El aire acondicionado no funcionaba. Apenas la vio, reconoció lo que su madre le había comentado la noche anterior, estaba débil, muy débil. De todos modos, mantenía en su rostro la misma pequeña sonrisa de siempre. Se acercaron y la abrazaron. A Joaquín le hubiera gustado hacerlo por más tiempo, pero los bracitos de su hermana apenas tenían fuerza para escapar de debajo de las sábanas. Ella lo miraba con esos lindos oscuros ojos que tenía.
Junto a su cama estaba el librito para colorear que le había regalado para su pasado cumpleaños. Lo agarró y pasó unas páginas. Notó que no había pintado nada nuevo desde la última semana. A Julieta siempre le había gustado pintar. Una tarde, después de salir del liceo, Joaquín entró a su cuarto y lo encontró todo rayado. Sabía que había sido su hermana. Estaba furioso con ella. Tardó varios días en quitar la pintura de la pared hasta dejarla igual de blanca que antes.
Unos meses después de aquella tarde, Julieta pasó su primera noche en el hospital. Él y su madre la acompañaron ya que no querían dejarla sola. Miraron tele, jugaron a la conga arriba de la cama y comieron decenas de tarritos de gelatina hasta que la madrugada se convirtió en mañana. Mientras esperaba por el siete de copas, Joaquín le prometió a su hermana que, cuando se recuperase, pintarían del color que ella quisiese esa aburrida pared blanca de su cuarto. Julieta se le tiró encima y le dio un fuerte abrazo. Estaba tan alegre que empezó a saltar arriba de la cama. Los tres se reían mientras las cartas volaban por los aires. Hoy apenas podía levantar sus brazos para abrazarlo.
En ese momento, sintió impotencia como nunca antes había sentido en su vida. Solo quería abrir con unas enormes pinzas las pestañas de su hermana. De esa forma, su mirada nunca podría abandonarlo.
Su madre, que estaba sentada en un rincón de la habitación, había agarrado el librito de Julieta. Empezó a pasar sus páginas y no pudo evitarlo. El dolor que habitaba su pecho desde hace meses subió y se escapó por sus ojos. Los colores se iban, pero el blanco en la pared quedaría.