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El creador, el loco y el asesino

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Las fábulas no sólo transmiten moralejas. También pueden ayudarnos a comprender algo de filosofía. En “La zorra y las uvas”, Esopo nos ofrece pistas para comprender la postura inmanentista que traslucen unos textos de Marx, de Nietzsche y de Baudrillard


 Es sabido que los tres grandes temas del pensamiento occidental han sido desde siempre Dios, el mundo y el ser humano. De estos surgen, a su vez, tres grandes cuestiones metafísicas estrechamente relacionadas entre sí: la existencia de Dios, el orden en el universo y la existencia del mal. La respuesta a una de estas cuestiones definirá la respuesta a las otras dos. Y la argumentación del conjunto conformará dos posturas disyuntivas: realismo o inmanentismo. Podríamos representarlas esquemáticamente así:

Fuente: Lic. Juan Pablo Roldán, La opción Filosófica Fundamental: Grandes constantes metafísicas de las tradiciones realistas e inmanentistas.

Con estos conceptos a la vista, vamos a leer unos textos de Marx, Nietzsche y Baudrillard, para verlos luego reflejados en una fábula de Esopo.

El creador

Si hemos unido nuestras almas en amor / y un mismo ardor las llena… / entonces, con desprecio, / lanzaré mi guante al rostro del mundo / y veré derrumbarse a ese pigmeo gigante / cuya caída no podrá sofocar mi ardor / Cuando… ebrio de victoria, / camine yo sobre las ruinas / y me sienta igual al creador.

“Orgullo humano”, así titula el poema del que proceden estos versos de Karl Marx. Es uno de los tantos que dedicó a su entonces novia y posterior esposa Jenny. Son de amor, pero en ellos laten ya varias de las ideas que conformarán su materialismo ateo que compartía con Feuerbach y Bauer: su rechazo violento al capitalismo salvaje; la lucha de opuestos que destruye y crea sin cesar lo real (hizo su tesis doctoral sobre Heráclito y Epicuro) y la adhesión a unas leyes de evolución histórica universal, diseñadas por Hegel y Comte. Con este bagaje, Marx profetizará el cumplimiento final de estas leyes mediante la revolución proletaria.

Si Dios no existe, todo es materia, no hubo creación, el hombre es autosuficiente, todo orden es arbitrario y no existen pautas previas ni límites impuestos que impidan a la libertad establecer su propio orden a la realidad, es decir, ser su “Creador”, ser como Dios. “Los filósofos sólo han interpretado diversamente el mundo; de lo que se trata es de transformarlo”, dirá en uno de sus escritos de madurez. La postura inmanente es clara.

El loco

¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!? Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron a risa. ¿Se te ha extraviado? -decía uno. ¿Se ha perdido como un niño? -preguntaba otro. ¿Se ha escondido?, ¿tiene miedo de nosotros?, ¿se ha embarcado?, ¿ha emigrado? Y a estas preguntas acompañaban risas a coro. El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: “¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Lo hemos matado; vosotros y yo, todos somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio una esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún el hedor de la putrefacción divina?… Los dioses también se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¡Cómo nos consolaremos nosotros, los más asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿Tendremos que convertirnos en dioses o al menos que parecer dignos de los dioses? Jamás hubo acción más grandiosa, y los que nazcan después de nosotros pertenecerán, a causa de ella, a una historia más elevada que lo que fue nunca historia alguna”. Al llegar a este punto, el hombre loco calló y volvió a mirar a sus oyentes; también ellos callaron, mirándole con asombro.

En este conocido fragmento de “La gaya ciencia”, Friedrich Nietzsche expresa una gran coherencia inmanentista. Sabemos que, para él, la filosofía platónica y el cristianismo hicieron prevalecer el “impulso apolíneo” -orden, verdad, normas éticas, vida post mortem– sobre el “impulso dionisíaco” -vida terrenal, éxtasis artístico, placer sensual-, provocando una inadmisible falta de libertad en el hombre: cuanto más Dios, menos libertad; ergo, cuanto menos Dios, más libertad. Con la muerte de Dios desaparece todo orden, todo valor, toda verdad, todo límite, todo sentido, abriendo paso a un hombre con libertad absoluta y poder ilimitado, que se autoasignará la misión de crear su propia realidad y su propio orden de valores, de verdades y de sentido: el superhombre, un hombre con atributos casi divinos. Lo había advertido lúcidamente poco antes Dostoyevski en boca de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

El asesino

Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad. Y del exterminio de una ilusión, la ilusión radical del mundo. (…) En este libro negro de la desaparición de lo real no han podido ser descubiertos ni los móviles ni los autores, y no se ha encontrado nunca el cadáver de lo real.

Estas frases de Jean Baudrillard, escritas en 1994, pertenecen a su ensayo “El crimen perfecto”. Parecen estar barriendo los desechos metafísicos esparcidos por el deicidio nitzscheano (“Yo no soy un hombre, soy dinamita”, había escrito Nietzsche). En otros textos, Baudrillard acusa a un nuevo capitalismo que domina no ya los medios de producción sino el consumo y los medios de comunicación. Lo real ha perdido su fundamento al ser mediatizado por los “símbolos”. Y los símbolos son convencionales, responden a modas, poseen el significado que se desee darles, no tienen anclaje, ni fronteras, ni consistencia propia: “prevalece el caos de las apariencias”. Lo real es una sucesión de “simulacros”, una “ilusión”, una “hiperrealidad”, dentro de la cual Dios es un símbolo más. Se trata de la posmodernidad que, para Baudrillard, consiste en jugar libremente con los “fractales” (modelos de realidad) que nos quedan. La inmanencia se dilata en un todo no real, líquido, amorfo, light. El crimen de lo real, de la metafísica, parece perfecto.

La zorra y las uvas

Era una tarde muy soleada y calurosa. Una zorra, que había estado cazando todo el día, estaba muy sedienta. “Cómo me gustaría encontrar agua”, pensó. En ese momento vio un racimo de uvas grandes y jugosas colgando muy alto de una parra. “¡Oh, oh –dijo la zorra mientras la boca se le hacía agua-, el jugo de uva saciará mi sed!”. Se puso en puntas de pie y se estiró todo lo que pudo, pero las uvas estaban fuera de su alcance. No queriendo abandonar, tomó impulso para alcanzarlas de un salto. Saltó una y otra vez, pero no pudo llegar a las uvas en ninguna ocasión. Al final, estaba más sedienta y cansada que nunca. “¡Qué tonta soy! –dijo la zorra con rabia-, las uvas están verdes y no se pueden comer. De todas maneras, ¿para qué las querría?”. Y se marchó.

Veintiséis siglos más tarde y varios giros copernicanos transitados, imaginemos que Esopo podría concluir su fábula de esta manera: “Y se marchó rumiando para sí: ‘Si alguien dice que esas uvas están maduras y me quitan la sed, se engaña y me engaña. Es más, ¡no existen! Los que digan lo contrario creen en cuentos e ilusiones. Yo misma decidiré qué son uvas para mí y cuáles se acomodan a mi gusto y a mi alcance.”

¿No refleja esta fábula -y mi atrevido apéndice- el mensaje de los tres textos anotados arriba? ¿No representan la zorra al filósofo, las uvas a la problemática realidad y el jugo a la verdad que encierra? ¿No simbolizan la sed de la zorra nuestra ansia de verdad, sus saltos nuestros intentos de comprensión, su sarcasmo el escepticismo y su jactancia la voluntad de poder?

La otra opción
¿Y qué reacción hubiera tenido una zorra realista? Con un nuevo permiso de Esopo, imaginemos otro final: “¡Paciencia! De vez en cuando alcanzo un racimo, aunque hoy… Se ven maduras y ricas, pero no las planté yo y no tienen por qué estar siempre al alcance de mis pequeños saltos. Seguiré intentándolo más tarde”.

El realista acepta la realidad tal cual es y aspira a comprender su esencia y su origen. Así como mediante la técnica puede ordenar (reordenar, transformar, “crear”) la realidad, observa el orden del cual él no es artífice y se pregunta por su origen y sentido; acepta que puede presentársele como misterio y que, por tanto, su razón no alcanzará a comprenderlo por completo, pero que esto no le autoriza a afirmar que lo real no tiene esencia ni sentido, y menos aún que no exista. Sin embargo, no deja de explorarlo: el misterio no es límite sino ausencia de límite.

Da la impresión de que la cuestión metafísica fundamental es la existencia de Dios, quien con todos sus atributos se vislumbra como creador libre de una realidad múltiple, contingente, ordenada, buena, finita, con sentido. El hombre, también libre, forma parte de esta realidad creada, pero si niega su propia dependencia y finitud, concluirá que no hay lugar para dos absolutos: en esto radica la opción inmanentista.

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Artículo basado en el trabajo final del autor para el curso “La opción filosófica fundamental”, realizado a distancia en la UNSTA (Argentina), durante enero-febrero de 2019

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