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Mal, frivolidad y tecnología

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¿Por qué la banalidad del mal importa?


La tesis de la banalidad del mal formulada por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalem produjo escándalo y controversia. Y lo produjo porque se atrevió a hablar del mal radical. Más allá de esas controversias, lo cierto es que se basó en una lógica profunda de lo real, y sobre todo de los modos de educación filosófica que necesita la sociedad para poder vivir libres de los peligros del totalitarismo. Y para entender su importancia hay que acudir a las nociones de frivolidad y tecnología.

Frivolidad
La frivolidad no debe confundirse con la simplicidad o la sencillez del hombre común. El hombre común, o el hombre sencillo no es necesariamente frívolo: la sencillez de la vida puede ser profunda por más que no sea sofisticada. Una persona que busca casarse, busca esforzarse, transformar la vida de los otros, involucrarse en su vida cotidiana en superarse y ayudar a superarse a otros –sus hijos, hermanos, compañeros-  es un hombre con sentido profundo de la vida.

Sin embargo, la frivolidad no solo la encontramos en la vida del “espectáculo”, sino también en algunas manifestaciones de supuesta profundidad que no son más que sofisticación frívola. No hay profundidad, no hay más que un interés por parecer importante formulando preguntas profundas en apariencia pero sin una reflexión real sobre ellas. La vida activa, o hiperactiva, tiende a la frivolidad: hoy día todos somos hijos de la vida frívola,  perdimos la búsqueda real de un conocimiento que nos transforme, se busca información sin tratar de darle un sentido y de confundir conocimiento con información. Esa es un modo de corrupción de la educación, que los escolásticos llamaban curiositas, curiosidad, que no tiene que ver con la inquietud de búsqueda sincera de la verdad, de ese conocimiento que efectivamente cambiará mi forma de actuar, sino con un interés desordenado de almacenar información. Eso genera una forma de trato con la educación que tiene que ver con la mera información, y a la larga, esta superficialidad, este trato casi mecánico con el conocimiento, es uno de los elementos esenciales del mal radical, y también de la posibilidad de entender por qué el mal acaba convirtiéndose en algo banal.

En este sentido el mal radical contiene algunos elementos que señala Bernstein en El Mal radical: una indagación filosófica. En primer lugar, hace que los hombres, en tanto que seres humanos, resulten superfluos. Por ese motivo, es necesario eliminar la impredictibilidad y la espontaneidad humana, es decir, la libertad o la capacidad de hacer cosas nuevas, en palabras de San Agustín. Arendt denomina esto con el término natalidad, el hombre hace cosas nuevas, porque el hombre es siempre nuevo.

En esta misma línea, viene bien recordar la referencia a las formas de poder, es decir, la imposibilidad de una omnipotencia. La omnipotencia en algún hombre presupone la supresión del individuo, y es por ello que, como sostiene Arendt, “la pluralidad es específicamente la condición –no solo la conditio sine qua non, sino la conditio per quem– de toda vida pública”.

En ese sentido, hay algo del mal radical que se oculta al ser humano, que aparece como imposible de ser revelado, escapa a los diez mandamientos, a los códigos de la moral. Por eso tanto Arendt como los intelectuales “después de Auscwitch” (entre ellos Levinas) entienden que no son categorizables, no son hijos de un deseo, no son explicables. En un pasaje de su obra Eichmann en Jerusalén Arendt sostiene que cuando el mal pasa a ser radical pierde algo que normalmente nos permite reconocerlo: “la cualidad de ser una tentación”. Por eso, el totalitarismo, en su reconocimiento como omnipotente, hace que cualquiera que se presente como “otro” resulte superfluo, algo que no merece ser tenido en cuenta.

Tecnología
Los filósofos medievales sostenían que Ubi amor, ibi oculos, allí donde está puesto tu amor, están tus ojos… Cabe preguntarse dónde están hoy nuestros ojos, dónde está nuestro amor, la fuerza motora de nuestra auto transformación. La tecnología ha dejado de ser un mero medio, y viene a ser algo que comenzó a tener –en algunos casos- formas pre configuradas de vida. La tecnología se ha vuelto herramienta de medida, criterio de evaluación. Es una nueva imagen en función a la cual hemos desarrollado los ideales humanos. Esto exige el poder distinguir dos modos que tiene la actividad humana, y que nos remontan a Aristóteles.

Toda actividad humana, nos dice el Estagirita, se distingue entre poiesis –es decir producción o fabricación– y praxis – es decir la acción propiamente humana. La poiesis en sí misma no es sujeto de moralidad en su esencia, la fabricación de un zapato en sí misma no es objeto de un juicio moral. Mientras que la praxis es lo que denominamos “acción humana” y que propiamente nos remite a la vida misma, aquello que hacemos y que refiere a quién somos, no solo como manifestación del carácter, sino como aquello que objetivamente nos constituye y nos construye.

La fabricación en sí no está dentro del carácter de la moralidad, sin embargo, eso no implica que la acción humana implícita en la producción no sea sujeto de moralidad: pensemos en agentes militares que, desde un pequeño pueblo de Estados Unidos, manejan drones que asesinan cientos de personas, y luego van a buscar a los hijos a la escuela. De este modo, la tecnología permite experimentar por una fórmula de extrañamiento, algo que propiamente es un acto humano responsable en algo aparentemente inocuo en materia moral: hoy apretar un botón, ayer abrir una llave de gas. Pero es la necesidad de recuperar la idea de lo que sucede allí, más allá de que efectivamente uno la perciba.

Radicalidad y banalidad del mal
Finalmente encontramos la idea de mal. La tesis de Arendt sobre la banalidad del mal, nos remite directamente a la tradición clásica, y a la idea del mal como privación, o ausencia de bien. Normalmente, esta explicación parece absurda para toda persona que ha sufrido el mal o que padece un mal: le parece que no está dando en la clave del problema. Además, a esta tesis se opone el uso político y moral que se hace del mal al concebirlo ontológicamente como algo positivo, y que termina claramente en una visión de la reificación del mal, de cosificación. 

Toda concepción reificante del mal genera un escenario vital, moral y político de rivalidad. Se cosifica el mal, y se identifica en un sujeto o un conjunto de sujetos al agente esencialmente malo, lo que implica directamente un compromiso en la lucha y en la destrucción del otro: es vitalmente más sencillo encontrar el adversario y aniquilarlo. Sin embargo, esta perspectiva respecto del mal genera directamente un proceso en el cual la búsqueda de la destrucción del mal termina convirtiendo al héroe en villano. El único modo de comprender la última manifestación del mal tiene que ver entonces con la comprensión de que en el mismo sujeto que desarrolla su actividad, se ha dado un convencimiento de la idea que no le permite advertir su actividad. Logra convertir su acción en producción. Así como el médico al enfrentarse al enfermo, como modo de protección, ya no ve a la madre, el padre o simplemente al hombre, sino que ve allí a un objeto a ser tratado. Sin embargo, cuando se enfrenta a algo más sensible –un niño, un bebe- le resulta más difícil hacer de su actividad una mera facticidad.

Esta característica de la banalidad del mal, cuando la presenta Arendt, no es una cuestión teórica sino meramente una descripción fáctica. El mal radical, cuando es enfrentado, no se puede producir a partir de motivos humanamente comprensibles. Por eso, el mal radical, si no es comprendido desde su banalidad, nos lleva a una concepción vulgar del maniqueísmo, una cosificación del otro, un espiral de violencia y la pérdida del diálogo. Si el otro es “el mal”, pierdo totalmente la realidad del otro, si el mal no es una cierta carencia, una cierta falta –como sería la tesis agustiniana de la que es heredera Arendt- entonces es algo frente a lo cual debo combatir.

Las formas del discurso en las que ha caído varios políticos a nivel internacional desde el 11S tienen que ver con esa visión: con las polarizaciones y, más recientemente, con las formas en las que se busca un chivo expiatorio que deriva en discursos políticos cargados de expresiones rasgos de intolerancia. La tesis de Arendt invita a buscar cuáles son los rasgos que llevan a esa forma de discurso a adquirir una forma totalizante por la cual intenta negar lo humano de sus interlocutores.

Nuestra razón busca certezas, pero estamos llamados a cazar las verdades cada día, y tratar de mantenerlas. Como recuerda Sócrates en el Menon, la verdad que adquirimos por la experiencia –lo propio de la política y la ética- se nos escapan como las estatuas de Dédalo que por la noche caminaban.

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