Los brazos de Bradbury
Cuentan en voz alta, acompañando los cantos los unos de los otros. A veces uno va antes que los otros, porque dudan qué número es el siguiente. Fueron compañeros de escuela, pero más que nada de barrio, porque pocas veces esas paredes los vieron cantar como lo hacen ahora. El vozarrón general motiva a los músculos ya cansados, funciona como sirena mitológica, quizá un poco violenta, una seducción muy particular.
Han aprendido a vivir sin el calor del cariño, por lo que al fuego ya no lo respetan, y quieren hacerlo enojar. Disfrutan sabiendo que no soportará sus golpes, y que van a hacerlo explotar de rabia, desafiando sus límites temperamentales. Y por eso fuerzan sus propios músculos, para hacerlo reventar bajo una rueda de goma y así probar que la Madre Naturaleza no siempre es la que gana.
Y consultan con sus conciencias una vez más antes del arrojo final, y enseguida se cuestionan qué conciencias. Asumen su tarea rebelde y arrugan sus sonrisas inversas, presionan, levantan, voltean y dejan caer. Se escucha, a lo lejos, a un Bradbury aplaudiendo y agradeciendo a estos cuatro hombres, por transformar su género en realismo ficcional.
El cuarteto reside en Ennerdale, Sudáfrica, y por más rebeldes de ciencia ficción que parezcan, son miembros de una comunidad que protesta por la falta de seguridad y acción del gobierno para manejar el crimen en su área. Allí, también luchan por falta de servicios públicos y de viviendas.