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Filosofar en tiempos de incertidumbre

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Hace unos años se me ocurrió tomarles a mis alumnos de primer año de Medicina un cuestionario inicial para conocerlos un poco, para hacerme una idea de sus conocimientos previos y sus intereses. El cuestionario incluía preguntas de cultura general como: ¿qué milenaria capital europea tuvo tres nombres a lo largo de su historia? ¿Qué instrumentos componen un cuarteto de cuerdas? O ¿cuál es su poesía favorita? La verdad es que me encontré con respuestas muy divertidas… 


Pero el cuestionario incluía también interrogantes más profundos como: ¿Se hizo usted alguna vez preguntas filosóficas? ¿Cuándo? ¿Encontró respuesta? ¿Dónde? De un modo nada sorprendente, una tercera parte de mis alumnos reconocía haberse hecho preguntas filosóficas y haberlo hecho en situaciones difíciles como la muerte de un ser querido, una enfermedad o algún otro sufrimiento hondo.

La necesidad de filosofar hoy
Sucede que el dolor se presenta muchas veces como un despertador para las preguntas filosóficas. Bien puede decirse que el dolor es una incómoda manera de volvernos filósofos. Hoy nos encontramos todos colectivamente asaltados por los mismos interrogantes filosóficos. Las preguntas aburridas que uno encontraba en el libro de filosofía se transforman en dolorosos dilemas con los que la vida nos enfrenta.

De este modo, la abstracta discusión acerca de la naturaleza de la justicia se transforma en el dilema de tener que decidir cómo administrar recursos sanitarios escasos. En el colmo del patetismo (pero real) hay decidir a quién se va a dar ventilación mecánica y a quién no. La pregunta acerca de si existen bienes más importantes que la propia vida se transforma en la necesidad de encontrar fuerzas cada día para volver al hospital -como me decía un amigo médico-. Y, finalmente, el interrogante sobre la naturaleza de la muerte se presenta como la necesidad de lidiar con la muerte de un ser querido o de prepararse para la propia.

Hoy nos encontramos desorientados y revueltos. Algunos asustados, otros atravesados por el dolor, y muchos solos. Todo esto, además, se combina con una sensación de incertidumbre que nos provoca ansiedad y temor. Y no tenemos a dónde huir… las distracciones son demasiado efímeras, y el activismo negacionista conduce a situaciones ridículas, como encontrarse apasionadamente entregado a reordenar la colección de estampillas cuando las primeras gotas del temporal ya golpean las ventanas.

No digo que haya que desatender el trabajo, ni las tareas cotidianas, ni las pequeñas alegrías de la vida familiar. Si lo hacemos, el virus nos habrá robado la vida mucho antes de haber tenido siquiera la oportunidad de herirnos. Mi punto es que no podemos negar la incertidumbre, volverle la cara como algo que no nos animamos a enfrentar. Por el contrario, tenemos que mirarla a los ojos, habituarnos a ella como necesita un paciente habituarse al objeto de su fobia, o como hace una persona que saca adelante su vida a pesar de un dolor crónico. Solo así podremos tener realismo y calma.

Hoy vemos que una de las primeras dolorosas lecciones que esta crisis nos enseñó fue la de mostrarnos que no estábamos preparados. No estábamos preparados en términos materiales pero tampoco psicológicos o espirituales.

No estábamos preparados materialmente, a pesar de las advertencias. En estos días se ha hecho viral la charla de Bill Gates que en 2015 alertaba sobre la amenaza… millones de personas escucharon que no era cuestión de saber si se iba a dar o no una pandemia sino cuándo. Y no nos preparamos. Hoy los sistemas de salud de muchas ciudades del primer mundo colapsan, y la forma en que esto impactará en países pobres como el nuestro es una dolorosa incógnita.

No estábamos preparados psicológicamente. Somos una generación débil, alejada de los rigores de las grandes guerras. No nos tocó tampoco vivir esas terribles hambrunas que se han dado en la historia. Yo, como muchos otros argentinos, soy nieto de inmigrantes, que se despidieron de sus familias (a las que en muchos casos nunca más volvieron a ver) y fueron literalmente arrojados en una porción de llanura sobre la que edificaron sus pueblos y sus hogares y sus vidas. Eso los hizo más fuertes.

Somos una generación incapaz siquiera de lidiar con las frustraciones de la vida normal y cotidiana. Menciono dos signos, creo, suficientemente claros. El primero es la proliferación de los trastornos de la ansiedad y, de la mano de esto, el abuso de drogas prescriptas, que no es más que la medicalización encubierta de nuestra incapacidad de lidiar con las presiones. Un capítulo aparte, de dolor e impotencia, lo representan las adicciones. Quizás esto pueda explicarse como parte de la paradoja de la anestesia que, gracias a Dios, evita el dolor, pero también baja los umbrales de tolerancia.

Psicológicamente tampoco nos ayuda que nuestra imaginación haya sido moldeada, muchas veces, por las ficciones y las distopías del cine. Hoy, el jardín de mi casa parece literalmente una escena del Señor de las moscas, con mis hijos munidos de arcos y flechas jugando a cómo sobrevivir en un mundo sin adultos. Los niños también buscan sus propios modos de lidiar con las angustias.

Pero tampoco estábamos preparados espiritualmente. La posmodernidad con toda su carga de relativismo había apostado a la deconstrucción de todas las certezas, a desmontar los dogmas religiosos y las evidencias filosóficas, a reírse de las certezas morales y de las convicciones políticas innegociables. Y entonces, sin razones profundas, sin nada decisivo, quedaba el hedonismo, la distracción, el trasponer todos los límites imaginables. En boca de Baudrillard, después de haber andado y desandado todos los caminos, de haber probado todas las recetas y las antirecetas… ya no nos quedaba nada por transgredir y nos encontrábamos colectivamente ante la pregunta: después de la orgía, ¿qué?

Y entonces el coronavirus puso en jaque la hipertrofia del deseo y el culto a la seguridad y al control que eran considerados los ejes de una vida deseable. Una molécula puso al desnudo la falsa sensación de seguridad y de autosuficiencia que abrigábamos. No somos tan poderosos, ni tan autónomos, después de todo. Yo he dedicado los últimos tres años de mi carrera a estudiar el transhumanismo, y me vi envuelto en discusiones acerca de si es lícito modificar nuestro genoma para potenciar nuestras capacidades naturales o si sería deseable extender la expectativa de vida de los hombres indefinidamente. Hoy, los acontecimientos no podrían significar un mentís más doloroso a tantas promesas delirantes. Sucede que el dolor, como afirma Arne Johan Vetlesen, quita al hombre de su pedestal, lo des-ubica, y esto representa una oportunidad, pero también un riesgo.

Filosofar en la incertidumbre
Creo que no es exagerado decir que la incertidumbre que estamos enfrentando no tiene precedentes. No tiene precedentes en cuanto a la universalidad, porque nos compromete prácticamente a todos sobre la faz de la tierra. No sé si hubo un momento en la historia del mundo en que exactamente la misma preocupación desvelara al Papa, al presidente de los Estados Unidos y al último de los mortales.

No tiene precedentes por su alcance. Para muchos está en juego la vida, y un tercio del mundo ve totalmente comprometida una libertad tan elemental como la de dejar su propia casa. Muchas personas ven diluirse sus ahorros y otros pierden su fuente de trabajo. No es ilógico suponer en el futuro cercano una crisis peor que el crack del 29.

Tampoco podemos estar seguros de cuánto durará la pandemia, ¿hasta junio o julio? ¿Un año? ¿Más? ¿Se hará endémica? Se han escuchado los pronósticos más dispares.

¿Cuál será, por otra parte, la magnitud de los daños? Es verdad que la letalidad del virus podría ser mucho mayor, al igual que su capacidad de contagio. Hay primos de este virus que lo superan ampliamente en alguna de estas características. Tenemos que estar agradecidos. Sin embargo, los márgenes de error en las mediciones relevantes son como para hacer reír a un hombre honesto. Sobre un margen tan ridículamente amplio es prácticamente imposible tomar una decisión que no sea ciega. Resulta bastante incierto también el grado y la duración de la inmunidad en los que han sido contagiados y el rol que juegan los asintomáticos en la difusión del virus. La historia de la medicina se está escribiendo vertiginosamente y el conocimiento avanza día a día, pero todavía hay muchas sombras.

La incertidumbre también atañe al cálculo, ya de por sí doloroso, de las consecuencias. ¿Cuántas serán las muertes debidas al COVID -19 y cuántas a la desatención de otras patologías o al deterioro económico que la cuarentena inexorablemente acarreará?

Para completar el cuadro, el mundo está tomando decisiones que hubieran sido absolutamente insospechadas algún tiempo atrás. Douglas Murray señala, en tal sentido, que la austera Alemania se debate acerca de la posibilidad de una emisión monetaria inédita y que la inclusiva Canadá ha cerrado sus fronteras. En nuestra Argentina, que muchas veces reivindica los movimientos armados de los setenta, el ejército está en las calles. Todo lo cual pinta un cuadro que sería gracioso, si no fuera triste.

El verdadero peligro es no crecer
La primera certeza que tengo es que la humanidad va a salir de esto, tarde o temprano, con más o menos heridas pero va a salir. No digo que puntualmente cada uno de nosotros le vaya a ganar la pulseada al virus, no puedo saberlo, sino que la especie va a sobrevivir. Con muchos menos recursos superamos la peste negra, la crisis del 29 y las dos guerras mundiales. No es el fin del mundo. El verdadero peligro no es el apocalipsis, sino que la crisis pase, como han pasado tantas otras, sin que hayamos aprendido algo de ella. El verdadero peligro es que, pasada la conmoción, el dolor de unos y el sacrificio de otros haya sido en vano.

Para que esto no ocurra debemos evitar algunas tentaciones. La primera es la tentación de la pesadilla. Añorar que todo pase. Despertarnos, frotarnos los ojos una mañana y que todo no haya sido más que un sueño espantoso pero irreal del que no quedan rastros después del desayuno.

Es la tentación de volver a la normalidad. Recuerdo que luego de la crisis del 2001, el Cardenal Bergoglio alertaba a algunas personas contra las “nostalgias de la Argentina viajera”. No abro con esto un juicio sobre el gobierno de Menem, señalo que resulta un poco mezquino estar más preocupado por no poder viajar a Miami que por el empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad. Esto equivaldría, hoy, a la nostalgia del asadito con amigos, y, nuevamente, no tengo nada en contra del asadito y adoro a mis amigos, que quiero volver a ver pronto, simplemente, me parece que poner el eje en cuánto extrañamos la comodidad de la vida pasada puede ser un poco mezquino.

A veces quisiéramos que todo volviera a ser como en 2019, o mejor, que 2020 no hubiera existido nunca, una especie de paréntesis temporal. Volver a 2019… como si ese año no hubieran muerto en África, solo por poner un ejemplo, 90.000 personas de enfermedades como la tuberculosis, el HIV y la polio, que en Europa y Estados Unidos hace tiempo tienen cura o tratamientos adecuados. En nuestra tierra, el dengue, el mal de Chagas y la sífilis constituyen nuestras propias vergüenzas. ¿A ese año queremos volver?

Confieso que no sé cómo solucionar estos problemas, y admito que 2021 va a ser mucho peor en términos de pobreza que 2019. Reconozco también, como mis amigos liberales, que si se mira la película completa, las cosas están mejor en el mundo que en el pasado, que aún en los países más pobres hay más recursos que hace 100 años. El mío es un problema de tempo, me cuesta mucho creer que no se pueda hacer nada más por los necesitados sin herir de muerte las posibilidades de crecimiento del sistema capitalista.

En lo personal, me duele que hoy me preocupe tanto la posibilidad de un estallido social… hoy que la seguridad de mi familia puede estar comprometida, cuando hasta el año pasado leer los índices de pobreza e indigencia no me causaba dolor o vergüenza. Creo que se podría hablar de cierta omisión de los “buenos”, de los que trabajamos honestamente, pagamos nuestros impuestos, pero no nos comprometemos más allá de nuestra familia.

La segunda tentación es la de aprovechar la coyuntura para hacer un nuevo ejercicio tranquilizador del maniqueísmo. Asumir que en el mundo hay sólo dos tipos de personas: los buenos y los malos, con nosotros, por supuesto, del lado correcto. No importa que uno se considere progresista, tolerante y libre pensador, o que se reconozca conservador, ortodoxo y amante de las buenas costumbres, lo importante es que la pertenencia a ese grupo nos da cierta sensación de superioridad moral. Una suerte de neo-fariseísmo que nos hace exclamar: ¡Qué suerte que no soy como el otro, pobre, que es intelectualmente limitado o malo o ambas cosas!

Hoy esta tentación maniquea tiene en las redes manifestaciones que rayan en lo ridículo. Hace unos días me llegó un chiste, que bien podría estar inspirado en declaraciones de Chomsky o de Zizek: “El mundo se divide entre los que consideran que Donald Trump es un sociópata con un cargo demasiado importante, y Donald Trump”. Como si echarle a Estados Unidos o al neoliberalismo la culpa de absolutamente todo sobre la faz de la tierra no fuera, además de falso, una muy buena forma de no admitir nuestras responsabilidades personales.

Del otro lado del espectro, están los que interpretan esta pandemia como un castigo divino pero siempre para los pecados “de los otros”, que son los malos. Castigo para los cultores del nuevo orden mundial, para los defensores del aborto, para les defensores del género… pónganle el nombre que quieran. Lo importante es que Dios se cansaría de los otros… y no de nosotros.

El peligro del maniqueísmo es que nos hace perder de vista que el verdadero cambio moral es el que se da sobre la propia conducta, es el que nace a partir de combatir el mal que está en nuestro propio corazón. Un mundo mejor es el que van a construir personas mejores, de izquierda y de derecha, ricos y pobres, si son capaces de salir de su zona de confort. Hoy, me viene a la mente el ejemplo de mis exalumnos de los dos últimos años de la carrera de Medicina que, en un número cercano a los 150, se anotaron como voluntarios para el Hospital Solidario Austral. Estos chicos y chicas, la mayor parte de ellos de clases medias o altas, se enlistan para ponerle el cuerpo a la lucha contra la enfermedad, dándonos un ejemplo que a mí me conmueve.

La tercera tentación es la del ecologismo radical. Se trata de un error por exageración, debido a un ejercicio exagerado de la culpa, que nos hace dar un paso en falso desde la razonable conciencia de la profunda interrelación que tenemos con la naturaleza a la renuncia a reconocer el puesto de preeminencia que tenemos en ella. Ya dije que el dolor quita al hombre de su pedestal, lo des-ubica, cumple en ese sentido con una función deconstructiva pero el movimiento debe completarse y es inexorable que otra realidad ocupa ese lugar. Soy de los que creen que el hombre no debe ocupar el centro porque no existe ni por ni para sí mismo, pero ese lugar central no puede ser ocupado por algo que sea menos que el hombre, y la naturaleza aunque vastísima y poderosa, está desprovista de autoconciencia, y es menos que el hombre. El extremo de esta posición ecologista se manifiesta en el antinatalismo suicida de pensadores como David Benathar que piensan que la vida no vale la pena y que el mundo estaría mejor sin nosotros.

La cuarta tentación es la del totalitarismo. La actual imposición de la metáfora de la guerra me resulta, en este sentido, ambivalente porque suscita comportamientos heroicos de los que muchos trabajadores esenciales están dando lecciones al mundo, al mismo tiempo que favorece la cohesión del grupo. Sin embargo, encierra el peligro de todas las guerras en las que parejamente a la abnegación y el sacrificio se dan las crueldades y los atropellos más grandes. El odio al enemigo y la intención de eliminarlo a toda costa pueden llevar inconscientemente a aceptar que el fin justifica los medios, e implicar el trato inhumano con el que padece la enfermedad. No sería nada nuevo.

Por otra parte, situaciones de crisis pueden llevar a comprometer lo importante por atender lo urgente. No es absurdo suponer que restringir hoy las libertades individuales y darle al Estado un poder de control sin precedentes pueda ser usado en el futuro con otros fines. De algún modo, Yuval Harari se ha adelantado a estos escenarios distópicos en los que el gobierno o las corporaciones tienen mecanismos de control sobre el individuo instalados en su propio cuerpo.

Finalmente, si es lícito sacar lecciones de la historia, los totalitarismos, aunque pudieran haber nacido con buenas intenciones, condujeron inexorablemente a la producción de males mayores y de matanzas de inocentes que no pueden ser olvidadas.

Conclusión
Alguna vez escuché que los filósofos no hacemos más que debatirnos, desde el origen de los tiempos, entre la obviedad y el absurdo. A mí me gusta contarme entre los defensores de la obviedad, porque si bien el absurdo tiene muchas veces el atractivo de la novedad, de la sorpresa o la espectacularidad, la obviedad tiene a su favor que es fecunda. Y cuanto más oscurecidos estén los ambientes intelectuales, tanto más fecundo puede ser un destello de realidad.

La primera conclusión que podría sacar es, pues, de tipo metafísico e implica que el coronavirus no implica ninguna novedad, no causó la vulnerabilidad y la inseguridad de la vida humana simplemente las puso de manifiesto  de un modo espectacular. Lo segundo que se podría decir es que a una incertidumbre tan radical y abarcativa solo se puede oponer una certeza que sea pareja en profundidad y extensión. A la finitud, vulnerabilidad e inseguridad de la vida humana solo puede responder proporcionadamente la confianza en un Dios Vivo y Verdadero, que no deja que uno solo de nuestros cabellos se caiga en vano. No es posible encontrar otro fundamento para la convicción de que tanto mal puede ser ocasión de bienes mejores.

Luego están las certezas de tipo moral, la convicción de que cuanto menos están las circunstancias en nuestras manos, tanto más debemos concentrarnos en nuestras actitudes ante ellas. Es la porción de verdad de la filosofía estoica.

Tomo prestada, en tal sentido, una metáfora que le escuché a Matías Najún hace unas semanas. Él, que es paliativista y conoce como pocos las situaciones en que la vida y la muerte se enfrentan, comparó esta situación con un túnel y no con un pozo. Explicando la analogía nos enfrentamos a un túnel. No sabemos cuán largo es el túnel, no sabemos tampoco cuán estrecho, frío y húmedo puede ser, tampoco sabemos exactamente dónde termina. Sin embargo, sí está en nuestras manos elegir la forma en que queremos transitarlo, elegir la forma en la que nos vamos a comportar en él. De este modo, eligiendo nuestros actos en el túnel estaremos eligiendo qué persona vamos a ser cuando podamos atravesar su umbral. Solo personas dispuestas a luchar por ser más buenas podrán mañana trabajar por un mundo mejor.

Bella Vista, 15 de abril de 2020

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